Cuando pensamos en libertad plena, la primera imagen que aterriza es la de un ave emprendiendo el vuelo. Un cliché bastante gastado, pero funcional para explicar qué tan libres podemos llegar a ser.
¿Qué tan libre es un ave?, podemos entender su libertad reduciéndola al hecho de que vuele a donde quiera volar. Esto no sería tan preciso, ya que existen múltiples factores externos e internos que, aún sin que ésta se encuentre dentro de una jaula, le condicionan a volar solamente hasta donde puede.
El ave quizás no sea consciente de sus limitaciones, pero las conoce -por una mezcla entre naturaleza y experiencia-, actúa en consecuencia, vuela únicamente dentro de la jaula imaginaria que le mantiene cautiva sin siquiera saberlo.
Desde este punto, el ave no podría hacer más de lo que su fisiología le permita. Por ejemplo, tomar unas vacaciones en la Antártida o pasear en las dunas del Sahara, le sería imposible, y si fuera su deseo hacerlo, moriría. Así, el ave se convierte en presa de sus instintos más básicos, y la libertad que tiene está limitada a su satisfacción y supervivencia.
¿Qué tan distintos somos de las aves?, ¿qué tan libres podemos llegar a ser?, en un principio podría decirse que la diferencia radica en que somos seres humanos, haciendo alusión a que esto representa una condición de superioridad, sugiriendo que nosotros somos más libres que las aves, pero no en todos los casos es cierto.
Hace poco encontré una columna escrita por Ai Weiwei para el New York Times, donde reflexionaba sobre lo que es ser humano, un cuestionamiento que pese a las múltiples reflexiones, no cuenta con una respuesta inmutable.
El activista y artista de origen chino, planteaba en aquel 2018 que el camino más cercano era visualizar que los humanos son lo que conciben que son, desde dos vertientes: lo que quieren ser y lo que deciden que son.
Tener la capacidad de decidir por nosotros mismos entre la variedad de opciones –como el vuelo del ave-, debería ser suficiente para considerar que tenemos libertad, pero el problema radica en que no todos tenemos la misma libertad para decidir, y en que el libre albedrío pudiera no ser tan libre como pensamos.
Sí, todos tenemos –o quisiera pensar que así es- la libertad de elegir qué estudiar y a qué dedicarnos profesionalmente, pero qué tan cierto y material se vuelve esta afirmación, si no todos contamos con las mismas condiciones de vida para decidir lo que queremos frente a lo que debemos hacer.
Sí, claro que podemos decidir, pero sólo y exclusivamente bajo las condiciones que tengamos. No todos contamos con la posibilidad de elegir sobre todas las puertas, y mientras menos puertas estén en juego, más restringida se vuelve nuestra capacidad de tomar decisiones.
¿Qué tan útil es la libertad si nos dan a elegir entre morir de hambre diariamente o morir de hambre cuatro de cada cinco días?, tantas luchas se gestaron para lograr esta libertad que tenemos -que es la suma de diversas libertades-, y al día de hoy nos damos cuenta que no es suficiente para vivir una vida digna.
La libertad propia termina cuando afecta la libertad de alguien más, pero la colectividad tiene la mala costumbre de traspasar esta línea desde la aprobación o el rechazo generalizado, amasados desde el prejuicio y el estereotipo. A veces, elegir nuestra libertad requiere aceptar las consecuencias negativas que trae consigo, desde los factores externos que se posicionan hostiles ante todo lo que no está normalizado y que consideran incorrecto.
Midiendo el tamaño de nuestra libertad, quizás únicamente seamos libres desde nuestra propia jaula, bajo el cobijo de otras jaulas más grandes que nos circunscriben en el mismo o en distintos momentos.
Realmente no es tan malo o pesimista declarar que no somos tan libres como a veces pensamos. De alguna forma todos nos sostenemos por un cúmulo de normas –implícitas o explícitas- preestablecidas desde que nacemos. Lo importante radica en lo que hacemos con esa libertad que tenemos dentro de la jaula donde nos encontramos; lo trascendental se encuentra en las decisiones que tomamos con ella.
Tenemos la capacidad de decidir lo que somos y qué queremos ser, y esto es muy significativo -aunque no lo parezca-, pero se vuelve indispensable conocer de manera plena aquellos límites externos e internos que nos condicionan; conocer a detalle la composición de aquella jaula que nos mantiene presos, y después de esto, buscar las formas de hacerla más grande, ganar espacio, remodelarla o quizás romperla si es necesario hacerlo.
Nosotros, de manera individual y colectiva causamos acontecimientos, y con ello, claro que vamos moldeando el ahora; es verdad que influimos, pero no todo el tiempo somos determinantes, ni somos los únicos factores que intervienen en el resultado.
Debemos aceptar la responsabilidad de nuestras acciones en su justa medida; hacernos cargo de esa libertad -limitada pero significativa- que tenemos al momento de decidir, y soltar todas aquellas cargas provenientes de la libertad de los demás que no nos correspondan.
Entre todas las piezas que existen en el tablero, se vuelve esencial que ejerzamos nuestra libertad desde nuestra limitada pero significativa posición; decidir qué hacer con esos movimientos que tenemos, buscando con ellos darle sentido al ahora, y viendo con optimismo todo lo que podemos transformar -en nuestra vida y en las vidas de los demás- desde la jaula.