Reforma energética, hija legítima del “Pacto por México”
- Aquiles Córdova Morán
Nadie puede poner en duda que las importantes reformas (estructurales, las llaman algunos) que, creadas e impulsadas por el titular del Poder Ejecutivo Federal, ha venido discutiendo y aprobando aceleradamente el H. Congreso de la Unión, son todas hijas legítimas de ese gran acuerdo entre las tres principales fuerzas políticas del país (PRI, PAN y PRD) con que la administración actual sorprendió a la nación entera al inicio mismo de su gestión, y con apoyo en el cual ha venido trabajando desde entonces. Así pues, si hoy tenemos ya una reforma educativa, una reforma fiscal y una reforma política, el mérito (y la responsabilidad al mismo tiempo) es de las tres fuerzas políticas mencionadas y de nadie más.
De esta verdad indiscutible se desprende, inevitablemente creo yo, que exactamente lo mismo debe decirse de la reforma energética actualmente en discusión en el Poder Legislativo, y que, puntos de más o de menos, seguramente será aprobada, como ocurrió con las anteriores, sus hermanas siamesas. No quiero decir con esto que el acuerdo sobre la reforma energética haya sido perfecto, esto es, que se hayan discutido y aprobado previamente cada capítulo, cada artículo, cada oración y cada palabra del texto; tampoco quiero dejar la impresión de que hago caso omiso de las discrepancias que se han manifestado últimamente, en un tono que ha ido subiendo a medida que se acerca la hora cero para tan importante reforma. Pero, a pesar de todo eso, la paternidad y la responsabilidad compartida de los tres grandes partidos sigue siendo indiscutible e irrenunciable, porque toda su actuación anterior, porque el respaldo pleno y público que otorgaron a las reformas previas, fue creando, inevitablemente, el andamiaje de sustentación, las condiciones sociales, políticas y de opinión pública que hoy hacen irreversible la reforma energética, cualesquiera que sean sus méritos o sus defectos; y los tres actores principales estaban obligados a saber esto, estaban obligados a tener clara conciencia de las repercusiones futuras de su acuerdo inicial.
Resulta, pues, sorpresivo y en alguna medida hilarante que, a estas alturas, alguien se haya dado cuenta, de pronto, del carácter nocivo de la mencionada reforma y haya decidido denunciarla con medidas que, a todas luces, resultan no sólo extemporáneas sino también claramente inocuas, de “mucho ruido y pocas nueces”, como si, más que frenar y echar abajo la reforma, se tratara sólo de “salvar la cara” y el prestigio ante la comunidad nacional. Tampoco parece digna de tomarse en serio la queja, formulada en la tribuna del Senado de la República, de algo así como un “chamaqueo” (según la jerga política al uso), cuando todo mundo sabe que en los tres partidos que firmaron el “Pacto por México” hay elementos de una grande y madura formación profesional y, en vista de su currículum, que han vivido en el monstruo (Leviatán, le llamó Hobbes) del Estado y le conocen bien las entrañas. Hay, más bien, material para preguntarse si estamos realmente ante una discrepancia “de principios” o se trata sólo, una vez más, de tirarse al piso para sacar adelante propósitos, legítimos quizá, pero de otra naturaleza y de más corto alcance.
Más respetable parece la opinión de quienes, alejados de la política activa (y, por ello, ajenos a los enjuagues recientes), declaran hoy su abierta oposición a la reforma energética con dos razones centrales, si es que he entendido bien: por la grave lesión que causa a la soberanía nacional y por la pérdida del pleno dominio del país sobre sus recursos energéticos, única garantía de que su explotación (cuándo y cómo podamos hacerla) será en beneficio del pueblo mexicano. En relación con la espinosa cuestión de la soberanía nacional, no hay más remedio que invocar su carácter histórico, es decir, el hecho de que no ha existido desde siempre ni tiene, por tanto, asegurada la eternidad. Se trata de una categoría política creada por los ideólogos del capital como una barrera eficaz contra las ambiciones expansivas de otros capitales más poderosos y desarrollados, y también como una plausible legitimación del monopolio de la burguesía nacional sobre todos los recursos, el mercado y la mano de obra encerrados dentro de las fronteras nacionales. Según esto, esa categoría responde a necesidades propias de la infancia del capitalismo, cuando le era indispensable el proteccionismo económico para crecer y prosperar, de donde se desprende que, cumplida esta etapa de su desarrollo, la soberanía nacional tiende necesariamente a extinguirse y a ser reemplazada por la libre circulación de los capitales y las mercancías. Hoy, soberanía nacional sólo tiene sentido y contenido para los países ricos, porque son ellos los que tienen grandes intereses allende sus fronteras y valiosos tesoros que cuidar dentro de las mismas; para los débiles, en cambio, es una consigna hueca, sea porque no tengan ya nada que defender, sea porque no tengan la fuerza ni la capacidad para hacerlo. Por eso, para ellos, soberanía nacional sólo puede significar una cosa: transformarse en naciones prósperas y poderosas. Si no, no quiere decir nada.
Sobre la defensa de nuestros recursos energéticos, es necesario recordar que México es una economía capitalista (o “de mercado”, para que no se oiga mal) que, además, no ha podido salir del subdesarrollo y la pobreza y que está plenamente inscrita en la órbita de influencia de los EE. UU. Ahora bien, 1) por ser una economía “de mercado”, los recursos de la nación, aunque el discurso diga otra cosa, han sido y son monopolio de la clase del dinero, que es quien puede usarlos en su beneficio, para obtener grandes utilidades, y no del pueblo trabajador, que no tiene manera de aprovecharse de ellos. 2) Por ser un país pobre y sometido a la órbita imperial, nuestra economía está penetrada por el capital extranjero en todas las ramas más productivas de la misma, y cada día lo estará más mientras la situación mundial no varíe. Pruebas al canto: la banca es ciento por ciento extranjera; el comercio y el turismo que valen la pena, están en manos extranjeras; las 500 empresas más grandes y redituables son de capital extranjero, y el resto confiesa paladinamente que depende de la inversión extranjera directa, la famosa IED. Más del 85% de nuestras mejores exportaciones van al mercado estadounidense. En suma: somos una colonia económica de EE. UU. Por tanto, parece obvio que el reto de los mexicanos no es rescatar el petróleo, sino al país entero, para lo cual se requiere crecimiento económico suficiente y sostenido y un mejor reparto de la renta nacional, es decir, desarrollo integral y un mejor futuro para todos. Paradójicamente, parece ser un hecho que el camino para lograr esto pasa por una reforma energética que parece (sólo parece) ir en sentido contrario.