El argot popular sintetiza la realidad de manera abrupta, al mismo tiempo que la sentencia utilizando unas cuantas palabras.
Debo confesar que en este momento se me acaba de escapar una contenida carcajada, al recordar una plática de antaño con uno de mis profesores de la universidad. Afirmaba que la moral era un “árbol que da moras”, haciendo alusión a la poca utilidad que tiene o el desconocimiento generalizado de este concepto.
En realidad esa frase había sido acuñada con anterioridad por el cacique potosino Gonzalo N. Santos, estandarte de la corrupción y el cinismo de la política mexicana del siglo pasado, “la moral, es un árbol que da moras, o vale para una chingada”.
Después de esta breve introducción, creo importante hablar de dos conceptos que suelen utilizarse erróneamente como sinónimos debido a sus orígenes, pero que actualmente mantienen una clara diferencia en cuanto a su significado, la moral y la ética.
En el terreno etimológico comienza una pequeña confusión. Por un lado, la palabra “ética” proviene del griego “ethos”, que significa “hábito” o “costumbre”, mientras que la palabra “moral” proviene del latín “mos” o “moris” que significa “manera”, “costumbre”, “modo”, “uso” o “práctica”. En sí, las dos palabras hablan de la “costumbre”, pero las diferencias llegan desde sus esferas, que para el caso de la moral sería lo privado -personal e individual- y para la ética, lo público.
Así, no existiría una única moral sino muchas. Cada una específica para cada persona que habita el mundo; entre estas moralidades podría haber ciertas coincidencias, pero todas tendrían su individualidad, sin poseer una materialidad física.
En cambio, existiría una ética por cada “comunidad viva”, y esta impondría una serie de obligaciones “morales” y contribuciones para cada individuo que le conforme, con la finalidad de mantenerla con vida.
El interés de contribuir al bien común, recae en un ejercicio de supervivencia personal. Al final de todo, los integrantes de dicha comunidad no cumplen sus obligaciones porque sea lo mejor para la comunidad, sino porque es lo mejor para ellos, y de paso, benefician al colectivo.
Siguiendo con lo público, cómo podríamos entender lo que es ser un ciudadano sin la mezcla entre los derechos y obligaciones que esto conlleva.
La película de ciencia ficción de los noventas, Starship Troopers, adaptación de la novela homónima escrita por Robert A. Heinlein en 1959, maneja una serie de diálogos que distinguen entre lo que es ser un ciudadano y un civil.
Los civiles eran cualquier persona que habitara la ficticia Federación de Ciudadanos Unidos, teniendo diversas restricciones en sus derechos como lo es votar, tener hijos y aspirar a cargos públicos, cuestiones que la categoría de ciudadanía otorgaba, después de haber cumplido un servicio militar. Así, accedían a un catálogo completo de derechos y responsabilidades sobre lo público.
La diferencia más profunda entre ambas categorías radicaba en un aspecto ético, donde el ciudadano era capaz de hacerse cargo de la seguridad de todos aunque su vida estuviera en riesgo, mientras que un civil no pensaba en hacerlo.
Quitando el corte fascista y militarista del discurso de Starship Troopers -que en realidad buscaba satirizar estas ideologías-, se definía claramente la responsabilidad sobre lo público.
Ahora bien, cuántas personas de nuestra “colectividad viva” están dispuestas a cumplir con sus obligaciones y hacer lo correcto. Es más fácil aceptar lo ligero de los derechos y rechazar lo pesado de las obligaciones.
Se ha hecho costumbre en la actualidad que casi nadie se quiere hacer responsable de lo privado, y mucho menos de lo público. Por un lado encontramos la costumbre de eludir obligaciones desde el servicio público y por otro desde el colectivo.
Las obligaciones éticas de un servidor público, concretamente serían hacer su trabajo, o sea, hacer únicamente lo que la ley le permite –respetar las normas-, y de paso, salvaguardar los derechos humanos desde su ámbito de competencia; mientras que las obligaciones de los ciudadanos no se acotarían como tradicionalmente se maneja, únicamente votar, sino a tener una participación activa sobre todo su entorno, buscando el bienestar personal y colectivo.
En un país con más de 60 millones de personas en situación de pobreza, sería injusto e insensible juzgar a las personas que no ejercen su derecho -obligación- de votar, que caen en la trampa de vender su voluntad o de comprar falsos discursos, y declarar a la ligera que han fallado como ciudadanos, si en realidad están sumergidos en problemas personales más importantes como tratar de sobrevivir.
Al final, para que esta “colectividad viva”, viva, y no sólo sobreviva entre la corrupción crónica del espíritu y la sentencia constante de muerte, forzosamente tiene que materializarse una visión clara de la ética pública, y que esta sea respetada por todos.
Entre integrantes del gobierno, quienes tienen la mayor carga de obligaciones sobre sus hombros, y la sociedad en general, que tiene muchas más responsabilidades de las que a veces ejerce, se encuentra el punto de quiebre de las diversas crisis que nos inundan y quizás una respuesta.