Uno siempre regresa a donde todo valió m@D#&$
- Jafet R. Cortés
Algo parecido al amor nos acechó durante un tiempo, hasta que decidimos intentarlo. Era como si todo el mundo se detuviera por un instante, mientras nosotros seguíamos danzando con la vida, felices; aunque siempre he tenido la sensación de que nada puede ser tan perfecto sin que tengamos que pagar un precio, en ocasiones injusto o desproporcionado. Así fue, y todos los hechos que sucedieron después me gritaban desesperadamente que huyera de ahí.
Cuando me di cuenta de aquel engaño, busqué como primera respuesta una salida. Entre tropezones y traspiés, después de haber intentado abrir varias puertas y ventanas, logré salir de ahí, y de aquella tensión que poco a poco se convertía en un monstruo que arrasaba con todo. Respiré por un momento, pero en vez de hacer lo que parecería sensato, decidí regresar, por el impulso de un deseo que no termino por entender; una trampa. Algo parecido al amor nos acechó durante un tiempo. Todo comenzaba de nuevo.
Parecería que uno siempre regresa donde todo resultó ser un completo desastre, para encontrarse con el mismo escenario catastrófico, o incluso algo peor. Será porque de cierta forma los seres humanos poseemos un instinto autodestructivo y buscamos de esta forma correr hacia el precipicio, o en realidad es resultado de un estado de precariedad emocional, donde simplemente no sabemos qué hay más allá de la violencia.
Los ciclos de violencia no son algo sencillo de explicar, pero podrían asemejar cadenas y grilletes que nos sujetan a una relación que nos carcome al ritmo que le dejamos escoger.
Aunque en ciertas ocasiones no queramos admitirlo –por lo complicado que resulta hablar de ello-, estos ciclos resultan ser más evidentes y cotidianos de lo que pensamos.
Quizás hemos visto a personas conocidas, seres queridos o completos extraños abalanzarse entre la tensión violenta y un supuesto amor, que toma una forma mejor definida con el apego. O quizás lo hemos vivido en carne propia -entre gritos, silencios que castigan, prohibiciones, intrusión a nuestra privacidad, chantaje emocional o económico, golpes, u otras acciones que lastiman-, pensando que es normal, confundiendo esos actos violentos con protección, cariño, amor; justificando todo; normalizando la conducta agresora.
La racionalidad queda fuera de toda respuesta cuando estamos dentro del ciclo de violencia; toma su lugar una ceguera cognitiva –no nos damos cuenta, que no nos damos cuenta-, y la invisibilidad de nosotros mismos empieza a hacerse efectiva.
Pierde mucho sentido pensar que importa lo que sentimos; pesa más el hecho de tratar de salvar a toda costa –incluso sacrificando nuestra propia existencia- la relación que tenemos. Aunque materialmente nos esté lastimando, ciegos, no podremos ver las llagas, cicatrices y moretones -que no siempre se ven reflejados de manera física-; buscaremos justificantes, y en ocasiones creeremos ser culpables de todo.
De un momento a otro, la relación se puede transformar en un juego para ver quién lastima más. Las personas que no eran violentas, transmutan, cambian de roles –la víctima se convierte en abusador, y el abusador en víctima- contagiados por las ansias de pelear, de tener la razón, de tomar venganza, de hacer daño.
El ciclo de violencia, normalmente tiene una persona que abusa y una víctima de dichos abusos, donde el primero –desde el narcisismo- busca hacerse del control por todos los medios posibles, y alimentar el "Yo" a través de hacer menos a la otra persona.
Mientras más empequeñecido se sienta la víctima, más manipulable podrá ser; mientras más rota se sienta la víctima, más difícil será que se vaya.
Podría decirse que todo comienza en una fase de tensión, donde todo se complica; nadie parece buscar la paz y la conciliación, sino que al contrario, el escenario se vuelve cada vez más complicado de lidiar; cualquier movimiento en falso resulta inaceptable; una guerra fría donde todo pinta para que suceda una masacre.
Y la masacre se cumple, por circunstancias directamente involucradas con el abusador, que desata una tormenta acentuada de violencia –del tipo que sea- presionando a la víctima hasta el punto que esta ceda, y desde ahí continuar la relación bajo términos menos favorables, o que escape.
Después de un tiempo el abusador pedirá perdón mostrando un arrepentimiento momentáneo; tendrá una actitud suplicante y se verá vulnerable con la finalidad de que la víctima sienta culpa y responsabilidad sobre el estado emocional y la salud del abusador, para luego de esto entrar a un periodo de calma, una luna de miel donde todo pinta bonito, pero a la vuelta de la esquina se encuentra de nueva cuenta el comienzo de un nuevo ciclo.
Mientras más repeticiones hay de estos ciclos de violencia, el desgaste produce que los tiempos de calma duren menos, y los tiempos de tensión prolonguen su estadía, al punto de que todo se vuelve insostenible, y la violencia, la violencia se vuelve cada vez más presente, escalonando en cuanto a su magnitud.
Por eso dicen que uno siempre regresa donde todo acabó mal, por esa esperanza de que ahora sí funcione, por ese apego que le tenemos a los buenos recuerdos, que vuelven invisible la violencia que vivimos, que también es parte del todo. Todo proceso que vivamos llevará nuestro nombre y avanzará a nuestro propio tiempo, sólo hay que aprender a ver con cuidado el panorama, y darnos cuenta de qué es normal, y qué, sin duda alguna –aunque queramos verlo de otra forma-, no lo es.