La gente puede llegar a pensar -a manera de síntesis- que el fútbol sólo son 20 personas corriendo tras una pelota, mientras dos porteros esperan ser fusilados, pero no, el fútbol no es sólo eso.
Eduardo Galeano decía que el fútbol era uno de los medios que tenían las personas para volverse niños -siquiera por un momento-, y recuperar aquella ilusión y sorpresa, mientras pateaban u observaban patear una pelota que les hacía soñar.
Esta ilusión se fue transformando -poco a poco- en un negocio en el que burócratas se organizaban para promover menos el fútbol y más el negocio del fútbol, que es algo muy diferente y perverso.
El fútbol nace entre universitarios ingleses y termina –curiosamente- siendo adoptado en Latinoamérica, de manera popular, por la gente que no había tenido la posibilidad de pisar una institución universitaria.
Poco a poco, el fútbol se fue integrando entre la gente como un símbolo de libertad, de lucha y de expresión, en ciertas ocasiones fue tomando forma de fe, religión, esperanza o símbolo patrio.
Todo esto vinculado de manera directa con la pasión –desbordada o no- que a una persona le pueden hacer sentirse con vida. Algo que tiene la posibilidad de desatar tanta pasión, suele generar a su vez una desconfianza de igual magnitud.
Galeano, de manera muy precisa señalaba lo siguiente: ¿En qué se parece el fútbol a dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales.
La devoción que provoca el fútbol es evidente, así como la crítica por parte de intelectuales, tanto de "izquierda" como de "derecha" –aunque realmente esa división ideológica sea, por lo menos, arcaica para estos tiempos- que han dilucidado al fútbol como el opio de los pueblos; como una manera de control social e ideológico; como el nuevo circo, pero sin pan.
Lo anterior toma mucho sentido si pensamos en la manera en que se ha utilizado el fútbol a lo largo del tiempo, como un símbolo para la consolidación de ideologías.
Podemos encontrar ejemplos de esto en el mandato del dictador Francisco Franco, quien ocupó al Real Madrid como herramienta de conquista ideológica; así como la selección de fútbol de Italia, que tenía que saludar con la palma extendida –símbolo del fascismo- por instrucción directa del gobierno de Benito Mussolini.
En parte tienen razón los críticos, pero el fútbol no es solo eso, también es aquella alegría que trae consigo una victoria inesperada, después de una genialidad de último minuto; es también la abrupta tristeza que llega entre lágrimas, con la injusticia arbitral, que marca un penal inexistente en contra del equipo de tus amores; o aquellos desgarradores gritos que corean la palabra "gol", mismos que se han convertido en un estandarte del júbilo o un acto que acaba con toda esperanza.
México no ha sido la excepción al fenómeno del fútbol, que se ha convertido en un símbolo más de nuestra patria, construyendo junto con la bandera y el himno nacional aquella trinidad de colores y sonidos que nos unen como mexicanos.
Tan grande es este fenómeno en México, que diversas instituciones educativas paraban actividades 180 minutos, para que sus alumnos y maestros –como un símbolo de unidad y entretenimiento- pudieran ver, desde sus pupitres, aquel primer partido del "Tri" en el Mundial de Fútbol.
Después de lo ocurrido en el Estadio de Fútbol en Querétaro, donde fanáticos y terroristas, atacaron a sangre fría a la porra y a la afición del Atlas, es importante aclarar que esto no tuvo nada que ver con el fútbol, pese a que tanta gente ha salido a decir lo contrario, buscando de manera simplista su cancelación, expresando así su animadversión e intentando hacer un ejercicio de superioridad intelectual basado en su desinterés por este deporte.
No, los hechos en Querétaro no tienen nada que ver con el fútbol, sí con terrorismo, por ser una acción coordinada entre individuos que por medio de la violencia, buscaron infundir miedo contra un grupo de personas en un evento público; sí tiene que ver con fanatismo, que es algo muy distinto a la afición y al deporte.
Mientras el aficionado busca su niñez perdida a través del fútbol, y que persigue con la mirada cada jugada, junto con el sueño del triunfo de su equipo; el fanático realmente no le interesa lo que pasa en la cancha entre los 22 jugadores, su escenario real es la barra, y su deseo real, es liberarse de todas esas máscaras que le atormentan, es reducir al mínimo –siquiera ese momento- todos esos traumas y frustración que le acompañan en sus días.
La barra se vuelve su tribu -su secta-, que le ayudan a liberar dicha frustración, buscando cualquier pretexto para la violencia contra el equipo contrario y todo color, escudo o cántico que les represente. Esto, de ninguna manera representa el fútbol y por ello no debe de tener cabida en el ahora.
Las barras son algo prescindible para el fútbol, pero no sé cuán prescindible pueden ser para el negocio del fútbol.
Las barras desde su origen se proyectaban como un elemento propenso -por su condición-, a ser corrompido por la delincuencia y lo sucedido en Querétaro es un ejemplo tácito de qué tan peligroso es seguirlas manteniendo.
En Argentina e Inglaterra tuvieron que hacer grandes esfuerzos por desaparecerlas, debido a las muertes y violencia que generaban; qué más necesita pasar en México, para que se actúe severamente al respecto.
Claramente, el fútbol no es eso, aunque el fanatismo venga consigo como un cáncer difícil de extirpar; ni tampoco será aquel el negocio del fútbol, aunque la industria y el marketing nos lo quieran vender así.
El fútbol siempre va a ser más, va a ser aquella hermosa síntesis -ambivalente- entre el júbilo y las lágrimas, entre la victoria y la derrota; en sí, una representación clara de lo que es la vida, y su dualidad, en esencia, inmodificable.
CH