El plagio

  • Alberto Delgado

Querido lector, anoche nos fuimos a dormir con la noticia de que nuestro Presidente, en una “travesurilla infantil” plagió descaradamente gran parte del contenido de su tesis de licenciatura. A estas alturas ya sabrá que internet está vuelto loco por el asunto. Que si el reportaje no era lo que se esperaba, que si Aristegui antes era chévere, que si es normal que los chavos hagan ese tipo de trampa. Tal vez nos habría hecho falta saber eso hace cuatro años, aunque orientándonos por las reacciones que se han visto en las redes, creo que a nadie le habría importado. Por otro lado, si estuviéramos en Noruega o algún otro país, de esos felices, Peña Nieto ya habría salido a ofrecer disculpas, junto con su renuncia. Estamos tan acostumbrados a que nuestros políticos hagan cosas tan sórdidas, que un acto de deshonestidad de este tamaño lo vemos como un paseo por el campo. Y no es asunto menor.

Y justo como lo advertí en las redes sociales, hoy voy a compartir con ustedes un texto que escribí hace ya muchos años, que salió publicado en un libro de mi autoría que se llama “Sálvese quien pueda”, que me hiciera favor de publicar la Editorial Joaquín Mortiz. No voy a entrecomillar los párrafos, porque no me da la gana, y además porque como dije líneas arriba, el texto es mío, aunque lo haya escrito el gran Jorge Ibargüengoitia, que es mi ídolo. Disfrute:

LUCHA DESIGUAL:

Hace algunos meses, fui al supermercado y compré, entre otras cosas, unos chamorritos de ternera para hacer osso buco. Cuando terminé mis compras, llegué a caja y mientras la empleada marcaba los productos y hacía la suma, noté con horror que un niño que estaba con su madre en la caja de junto, cogía los chamorritos que estaban en mi cuenta y se disponía a agregarlos al montón de cosas que había comprado su madre.

No le di un manotazo, ni le dije “¡suelta esos chamorros, niño execrable!”, ni le dije a la señora “¿no tendría usted inconveniente en decirle al niño que no se robe mis chamorros?”. Me concreté a arrebatárselos y volver a colocarlos entre mis cosas.

La madre se puso morada. Así debí dejarla, pero quiso mi mala suerte que se me ocurriera preguntarle:

-¿Por qué se enoja, señora?

Lo que me contestó no tenía nada que ver ni con lo que acababa de ocurrir ni con lo que yo le acababa de preguntar, sino con la batalla de los sexos.

-Me enojo, porque si yo fuera hombre, no se atrevería usted a decirme lo que me está diciendo, porque, mire… -Aquí hizo una seña procaz, que todos conocemos y quiere decir “le daría mucho miedo”.

Pocas veces me he metido con tanta rapidez y tan gratuitamente en una situación molesta. No supe qué hacer. Me parecía un poco grotesco tratar de recordarle a aquélla mujer que la frase que yo había dicho treinta segundos antes “¿por qué se enoja”? no era irrespetuosa ni ofensiva. Tampoco estaba yo de humor para hacer un análisis del episodio de los chamorritos en un intento de delimitar responsabilidades. Me puse morado a mi vez, cogí la bolsa de papel donde estaban mis compras y salí del supermercado.

Dejé a mi enemiga triunfante, llena de vibraciones rarísimas, que se notaban a través del vestido de flores. Tenía los ojos chisporroteantes. Era bastante fea.

En los días que siguieron regresé mentalmente a esta imagen en un intento de  encontrar la frase que hubiera hecho pedazos a la mujer que me dijo que era yo un cobarde porque le pregunté por qué se enojaba. Nunca la hallé. Lo que es evidente es que si aquella mujer hubiera sido hombre, no se hubiera atrevido a decirme ni lo que me dijo, ni nada por el estilo.

¿Por qué? Por la sencilla razón de que si un hombre le dice a otro “a que no se atreve…” o algo así, el segundo está en la obligación ineludible de contestarle “¿que no me atrevo?” y darle un bofetón. Si en cambio, yo, de caballero, le doy un puñetazo (o varios) a la señora del niño que quería comer osso buco a mis expensas, entro por un camino del que sólo hay tres salidas: Primera, de un gancho al hígado y un uppercut la mando al piso con tres dientes menos y la boca esponjosa. Los espectadores, admirados por mi pericia pugilística, no intervienen más que para ayudar a levantarse a la señora y darle los dientes que se le cayeron. Al día siguiente salgo en el periódico “Energúmeno golpea a una dama”. Quedo desprestigiado para el resto de mi vida.

Segunda alternativa: Antes que yo logre conectarle el gancho al hígado, ella me da un golpe directo al plexo solar, que hace que me doble y acabe hincado, con la boca abierta y babeando. La noticia en el periódico tendría la siguiente forma: “Quiso golpear a una mujer, pero ella lo descontó”. Quedo todavía más desprestigiado.

Tercera alternativa: Le doy el primer puñetazo a la mujer cuando varios caballeros, incluyendo al policía, el gerente del supermercado, un demostrador de filtros para agua, un carnicero, dos empleados de limpieza y varios clientes, “se interponen” y me dan una paliza. Soy yo el que recoge los dientes, pierdo los chamorritos y me voy a mi casa. Al día siguiente aparezco en el periódico en el papel de “un orate quiso golpear a una dama, pero lograron dominarlo entre varios”.

Pensándolo bien, salí bien librado. En este pequeño episodio de la batalla de los sexos no había para mí victoria posible. Pero que no liberen a las mujeres, porque les doy un recto a la mandíbula.

LO BUENO DE: El plagio.

Hace ya muchos años, dije una frase que luego se le atribuiría a Pablo Picasso: “Los buenos artistas copian, los grandes roban”. Pero pues hay que saber cómo. Una de las grandes rolas del rock, “Stairway to Heaven”, de Led Zeppelin, supuestamente es un plagio de la canción “Spirit” de la banda gringa Taurus. Yo no sé si realmente lo sea, efectivamente suenan muy parecido. Sólo estoy seguro que “Spirit” nunca hubiera logrado lo que “Stairway to Heaven”, porque Taurus no es Led Zeppelin. Escuche esta versión que hiciera llorar al mismísimo Robert Plant. Disfrute:

Yo no sé de quién copió esa manía de NO seguirme en tuiter. Es momento de que lo haga: @albantro.