Fue hace muchos años, cuando apenas comenzaba el nuevo siglo y luego que los medios de comunicación –algunos, porque la mayoría guardaba un sospechoso silencio- dieran a conocer las evidencias que apuntaban a la pederastia que durante décadas había ejercido el fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel.
Era la cena de Noche Buena y por alguna razón salió el tema. Recuerdo que mi hermano y la suegra de mi hermana dijeron algo así como “y quiénes somos nosotros para juzgar al padre Maciel”. Yo no dije nada, sabía que cualquier comentario desencadenaría una discusión y lo que menos quería era arruinarle a mis padres la celebración navideña.
Pero lo pensé. Pensé en cómo el enorme peso de la institución eclesiástica nos convierte en seres indefensos, dependientes, incapaces de emitir, siquiera, un juicio moral o una opinión en contra de un hombre que durante décadas abusó de menores de edad sin el menor remordimiento.
Todo ello, bajo el silencio cómplice de un papa –Juan Pablo II- cuya imagen ya no saben cómo salvaguardar desde las altas esferas del Vaticano. Y es que se han dicho tantas cosas; que si desconoció la conducta del líder de los Legionarios de Cristo; que sí lo supo pero que el sacerdote le juró que era inocente y Juan Pablo II le creyó; que dio instrucciones para que se abriera una investigación pero que el asunto se retrasó y apenas tras la muerte del papa polaco se empezó a conocer la verdad…
Todos los argumentos son insostenibles. Sobre todo ante la evidencia de cientos de cartas y de acusaciones que desde México le hicieran llegar algunas de las víctimas de Maciel y quienes, ya adultos, se atrevieron a desafiar a la autoridad y dieron a conocer los hechos. Al respecto, habría que leer “La voluntad de no saber”, un libro escrito por Alberto Athié, José Barba y Fernando M. González (Editorial Grijalbo) en donde se detalla todo el proceso que se llevó a cabo para documentar los actos que desde los años cuarenta cometió Maciel en contra de un enorme número de seminaristas de la orden y de cómo se urdió una estrategia desde el Vaticano para silenciar a los denunciantes.
Como se sabe, el hoy santo -Juan Pablo II- no sólo no emprendió acción alguna en contra de Marcial Maciel sino que lo llegó a calificar como “guía eficaz de la juventud”.
Por donde quiera que se le mire, la canonización de Juan Pablo II es un escándalo. Y habría que considerar si no resultó contraproducente para el Vaticano. Y es que, si bien es cierto que dentro del catolicismo sigue habiendo muchos fieles que no se consideran dignos de juzgar a quienes portan una sotana, también es cierto que la subida a los altares del papa polaco ha dado pie a una gran difusión de lo que calló y de los motivos que pudieron haberlo llevado a guardar ese silencio. En su libro “Las finanzas secretas de la iglesia” (Jason Berry, Editorial Diana) el investigador estadunidense señala que el fundador de los Legionarios de Cristo gastaba mucho dinero para comprar favores de los altos jerarcas del Vaticano, incluido el Papa Juan Pablo II, así como para impedir que los tribunales eclesiásticos lo juzgaran por sus abusos sexuales cometidos contra menores de edad. En 1995, por ejemplo, Maciel le entregó un millón de dólares a Juan Pablo II, quien además llegaba a oficiar misas privadas –en su capilla del Palacio Apostólico– para los acaudalados amigos de Maciel que solían recompensar al pontífice con donativos de hasta 50 mil dólares en efectivo.
Desde que yo era chica recuerdo las reiteradas condenas a Judas por haber vendido a Jesús por 30 monedas de plata. Y recuerdo en mi mente la imagen de un Judas colgado de un árbol, arrepentido por la traición hacia su maestro. Esa cantidad -30 monedas de plata- no son nada comparados con las cifras millonarias que Maciel ingresó a las arcas del Vaticano y que le valieron la complicidad de Juan Pablo II quien traicionó no solamente a la iglesia católica que le encomendó la misión de salvaguardar el mensaje evangélico, sino a los cientos de niñas y de niños que fueron abusados sexualmente por Marcial Maciel y por muchos otros sacerdotes en el mundo sin que se tomaran medidas para castigar esos hechos o, al menos, para impedir que se siguieran cometiendo.
También, desde chica, supe que los hombres y mujeres que eran elevados a la santidad lo hacían por haber llevado una vida ejemplar. Recuerdo el caso de San Francisco de Asís, que renunció a sus riquezas y vivió pobre para ser “pobre entre los pobres” y seguir, así, el ejemplo de Jesús. O Santa Catalina de Siena, mujer valerosa que en tiempos de la peste negra, durante la segunda mitad del siglo XIV, fue capaz de reunir a hombres y mujeres de bien que se entregaron para auxiliar a los enfermos. O Santa Hildegarda de Bigen, abadesa y fundadora de un grupo de religiosas que no querían someterse a los dictados de los clérigos y de los obispos, conocidas como las Beguinas. A pesar de las dificultades que vivían las mujeres en la baja Edad Media, Hildegarda mostró una cultura excepcional y dejó numerosos escritos que iban desde la investigación científica hasta la teología y la política; sin olvidar sus composiciones musicales que se siguen escuchando en nuestros días.
Comparada con la vida de estos hombres y mujeres de Dios, palidece la figura de Juan Pablo II, más preocupado por el poder terrenal –se alió con los líderes políticos de la época como Ronald Reagan y Margaret Thatcher- y quien comenzara la lenta pero inexorable caída de la Teología de la Liberación. Durante su pontificado fueron cerrados numerosos institutos en América Latina creados desde la mirada de una iglesia comprometida con los pobres, llamó a cuentas a los principales teólogos de la liberación y criticó sus principales líneas de acción.
Por todo ello, pero sobre todo por el silencio que guardó ante los numerosos casos de pederastia, es que Juan Pablo II no puede ser considerado un santo verdadero, a la altura de Juan XXIII –quien habría merecido una canonización exclusiva y no compartida con el polaco- ni mucho menos con las figuras como Francisco de Asís o Hildegarda de Biden. Juan Pablo II será, en todo caso, un santo que nos metieron a fuerza –con calzador- y, en definitiva, un santo espurio, es decir, ilegítimo, falso; tan falso y tan espurio como San Juan Diego, aquel santo que canonizara el propio Juan Pablo II y que, a decir de quien fuera abad de la Basílica de Guadalupe cuando inició el proceso, ni siquiera contaba con evidencias de su existencia. ([email protected])