Las desaventuras del Elodio Rupestre y su laberinto de espejos

  • María Teresa Priego-Broca
El Mal lo acecha, pero no lo amedrenta. Lo suyo son los libros de auto-ayuda. Nada que cuestionarse

Elodio Rupestre está muy enojado. Furibundo. Pensó que la felicidad consistía en ser un hombre rico y ahora se da cuenta – poveretto, pobrecito - de que nunca se es (vivido desde las dimensiones de sus hambres), lo suficientemente rico. Ni lo suficientemente aplaudido, venerado, amado. Como si este contratiempo fuera poco, le sucede que convoque a “las masas” y no se le rinden. “Masas ciegas”, “retardadas”, “ingratas”. “El problema de ser tan inmenso”, se dice, “es que uno está condenado a la incomprensión del infelizaje”. Va hacia la cocina de su reino, saca una tablita, cantidad de zanahorias y un cuchillo y corta fino. Finito. Es lo único que sabe hacer finito y es muy terapéutico. “Estoy rodeado de enemigos. Como todos los grandes. Rodeado de envidiosos, vende patrias, traidores”. No vayan ustedes a creer que no, él a su manera, sufre muchísimo, de un dolor que le sería imposible atender, porque es un hombre muy ocupado. Huir de sí mismo, devora todo su tiempo.

Pasó años de su vida calculando meticulosamente cómo apoderarse de los bienes que no le correspondían. Es una empresa compleja, pero no imposible. Todo es cuestión de manipular a otros, convertirse en una maquina de cálculo, y mentir desde que amanece. Podríamos pensar que semejantes proyectos implicarían un mínimo de trámite moral, pero Elodio no pierde su tiempo en nimiedades. El asunto de la moral se resuelve con una relativa facilidad: todo lo que deseé le tiene que ser concedido, porque lo pellizcaron mucho en la escuela cuando era chiquito. Por las mismas razones, está en el derecho de arrebatar lo que no se le conceda. Faltaba más. ¿Acaso quienes pululan a su alrededor no fueron creados para servirlo? Elodia pasa horas hablando solo en voz alta. Es el único que posee la inteligencia indispensable para comprenderse. El único que entiende la genialidad de sus códigos.

Hace cantidad de años, Elodio tuvo una revelación ante el espejo: no podía existir nadie sobre la faz de la tierra que fuera digno de su respeto, de su lealtad y de su adoración, nadie, sino él mismo. En ese segundo los seres humanos dejaron de serlo y se convirtieron en instrumentos. Proveedores. Cosas. Escaloncitos. No hay lugar para la culpa en el corazoncito de Elodio, cada vez que le corta la cabeza alguien que lo apoyó, que creyó en él o que lo quiso (y la regla no falla), el decapitado se lo habrá merecido. El orden del mundo fue decretado ante ese espejo colocado en la puerta de un armario: Él es la más buenísima persona elegida por unanimidad por los dioses del Olimpo, su misión es sagrada y cada paso que da no es sino la defensa del Bien en su lucha temeraria contra el Mal.

El Mal lo acecha, pero no lo amedrenta. Lo suyo son los libros de auto-ayuda Nada que cuestionarse, nada que reprocharse ¿Quién lograría siquiera arañar las certidumbres monolíticas de un paranoico consagrado? Por la época

del espejito hizo su siguiente descubierta fundamental: No importan los actos, a condición de que los antecedan y los acompañen las palabras que afirmen todo lo contrario. Elodio comenzó a vivir una relación de desmesura con el poder que le concedía a sus palabras. Él solito. Por ejemplo: despojar a otros es una actividad legítima y sana, siempre y cuando se afirme a los cuatro vientos todo lo contrario. La realidad no existe. Nadie la ve. Nadie se da cuenta. Puede inventar que habla ruso, mientras se lo crean, y si aparece un ruso, a él le basta con decir que es sordomudo.

Toda vileza está permitida porque él es tan apoteósicamente astuto que nadie podría desentrañar sus misterios. Las consideraciones éticas se las deja al infelizaje, lo suyo son las apariencias. Basta con la puesta en escena de la virtud inmaculada. Su pureza es como un comercial de Cloralex que se repite. Y la repetición, cree él, la convierte en una verdad inquebrantable. “Soy el ícono de la honorabilidad”, dice. “Pillos, desgraciados, ladrones”, dice. Ya está. Proyección, que le llaman.  Se enrolla en la bandera. Se apodera de lo que no es suyo tranquilamente. Es su furiosa revancha contra los impíos. ¿Lo van a cuestionar? Cobardes, perseguidores. ¿Qué no escucharon que él es muy honorable? ¿Qué no respetan el absoluto de sus palabras? “Por eso están como están, masas informes”. En su cabecita, la posteridad lo mira embelesada. Regresa a su recámara, coloca sus varios cerrojos y se tira deprimido en su cama. Vive en una jaula. El mundo se convierte en un paraje amenazante y cada vez más reducido. Si se preguntara, ¿quién soy? La entera casa se le derrumbaría en la cabeza. Todo es una batalla feroz para mantener el delirio, el de a de veras, a raya.

Elodio amanece y es de nuevo un hombre muy poderoso, cuando sea Presidente, es probable que ordene la invasión de Guatemala, El Salvador y Nicaragua, pero mientras llega a ese punto, controla cada rincón de la casa. Nada se mueve sin su autorización. Él todo lo sabe. A él nadie lo engaña. “Información es poder”, se dice Elodio. Colocó cámaras en todas las habitaciones de la casa. La tecnología es maravillosa, desde una ciudad a mil kilómetros de distancia o desde el café de la esquina, Elodio Rupestre se concentra en su teléfono celular y observa las imágenes. La trabajadora del hogar prepara sopa de tortilla y chicharrón en salsa verde. Que no de un paso en falso. Que no hable con nadie. La tiene dominada.

La señora de la casa elige sus zapatos en el armario. La señora responde al teléfono. Elodio siente que su cuerpo entra en estado de alerta. El enemigo acecha. Apenas llegue a la casa sabrá quién llamó, una maquinita graba cada conversación. Pero la señora hace gestos que a Elodio lo inquietan. No puede esperar más, toma su celular y se comunica a la casa: “¿Qué estás haciendo? Ya te vi en el teléfono”. O, en ocasiones: ¿A dónde estuviste porque te busqué en las cámaras y no estabas en ninguna habitación de esa casa?” No hay precaución que sea un exceso. Dedica horas a observar los movimientos de cada persona en esa casa. Tantito y rayo en lo obsceno. Es cierto.

La vida de Elodio Rupestre transcurre en los tormentos, misterios y secretos. Vive varias vidas en una sola vida. Qué agotador, reconozcámosle su energía y sus méritos. La llamada del Comité del Premio Nobel no llega. La ONU no lo convoca a una reunión de emergencia en sus cuarteles generales. Es inexplicable. La novia (secreta), le llama por el “telefonito” (secreto), no el de los Nobeles, el otro, Elodio le responde malhumorado. Es una tremenda buena estrategia. Que no se confunda, desde el principio le dejó bien claro quien tiene el poder. Le explica que no tiene tiempo. ¿Qué no ha leído su curriculum? Con el trabajo que le costó imaginarlo. Continúa revisando las cámaras, mientras habla. El gato otra vez araña el sofá. Debería considerar envenenarlo. La novia le dice: “¿Cuándo nos vemos?”  Elodio se indigna. Él es un hombre muy ocupado. Está a punto de resolver enigmas cósmicos.

 “Esa mujer no me merece”, se dice. “Se está volviendo muy inoportuna”. Una tarde se atrevió a llamarle en plena reunión familiar y Elodio (maduro y responsable como es), corrió a responderle escondido en el baño. Abrió la llave de la regadera. La del lavabo, para que no lo escucharan. Se vio obligado a murmurar como adolescente. Y sí, respondió, porque para qué más que la verdad, en el fondo le provoca un placer un tantito siniestro engañar de cerquita, lo más cerquita que se pueda. Como cuando se robaba las preguntas del examen de química en la nariz del maestro. Burlarse de los engañados es la prueba máxima de la superioridad. “Todavía hay clases sociales”, le explicó Elodio a la enamorada - con ese tono helado que llegado el momento, usará para condenar a sus enemigos a la pena máxima - “Y no somos iguales. Tú ni inglés hablas”. Les ahorro lo demás, en la línea de los discursos discriminatorios que Elodio guarda para florecer en la intimidad. Asunto concluido. Napoleón no la hubiera despachado más rápido.

Esa tarde. Elodio regresó a la mesa, se colocó en la cabecera, levantó sus brazos muy en alto (como ante las multitudes en un festival del 10 de mayo) y comenzó un muy sentido discurso en defensa de los derechos de las mujeres tan vilipendiados por los machos, los abusadores, los tan desgraciados. “Nada como la familia”, dijo Elodio. “En el clan está nuestra fortaleza”. “La mujer es el motor de la sociedad y cuando Yo llegue al poder, contarán con mi apoyo incondicional en la insoslayable batalla contra la misoginia que carcome las entrañas de este país corrompido por la desigualdad…” Le aplaudieron. Al mover la silla apachurró al gato que maulló desesperado y el prócer se dijo: “Es un hecho, tengo que envenenarlo. En el estacionamiento, para que la sospecha recaiga en el velador de la casa de al lado”.

Entre los más destacados talentos de Elodio Rupestre brilla, que la sospecha y la responsabilidad de todo lo feo que pueda provocar en esta tierra, recaiga cada vez en alguien más. Todo parecía funcionar de maravilla, o más o menos, pero ahora, algo pasa que es inexplicable y terrible: se le pasa el tiempo y la gloria sublime no toca a su puerta.  Sus peones lo desertan. Su vida se convierte más y más en un largo soliloquio. Acumuló una montañita de billetes mal habidos de esos que compran cantidad de cosas, lo logró, y él sigue siendo muy infeliz. Está furioso. Indignado. El Poder de Poderes se tarda. Camina por las calles y no lo reconocen. El infelizaje no lo vitorea como a un líder.

Siente una rabia devastadora que lo sumerge. Revisa sus cámaras que controlan los movimientos de la casa. Alguien llegó de visita y se ríen. Que nadie se atreva a ser feliz. Toma el celular y llama: “Los estoy observando, ¿de qué diablos se ríen?” Podrían estar planeando ataques en su contra. Ninguna forma de control es excesiva. Esa llamada refrendó su Poder. Ni una hoja se mueve en su reino sin que él lo sepa. El “telefonito” secreto con número nuevo suena. Otra mujer indigna que lo acosa. Otra limitada que no podrá figurar a su lado llegado el momento de la investidura. “No puedo atenderte porque estoy en la línea roja con el Kremlin”. Cuelga. No era una broma, no. Voltea para todos lados y nadie lo está mirando. ¿Cómo es posible? Nadie.

Le llega como un golpe de angustia. El piso se mueve. La angustia lo toma por la garganta. Corre hacia una tienda, se detiene, echa el cuerpo hacia adelante y mira su reflejo en la vitrina. Allí está. Es él. Alza los brazos, es un gesto que le regresa el alma al cuerpo. Mira hacia el cielo. La multitud lo aclama. Son millones. Nada de acarreados. Escucha al conductor del acto que se transmite en cadena nacional. Es más, en cadena mundial. “Ahora está a punto de tomar la palabra nuestro líder máximo. El hombre ante cuya voz se inclinan las montañas y se separan los mares. La pasión, el talento, la magnificencia y la pureza encarnadas”. 

Elodio Rupestre da las gracias. Toma el micrófono con esa humildad tan ensayada que lo caracteriza. Su discurso comienza. Sus enemigos irán de inmediato al paredón. Todos los que se hayan atrevido a no mirarlo. A dudar de él. A cuestionarlo. A menos que rueguen de rodillas por sus vidas, y lanza la expropiación de los bienes de cada uno de sus compañeritos y maestros que en la primaria, no supieron reconocer la grandeza a la que estaba destinado. ¡De rodillas, pueblo! ¡De rodillas ante mí! Ya no escucha que el telefonito (secreto) de la novia (secreta) vuelve a sonar. Ya no revisa en sus cámaras que la trabajadora del hogar se fue sin regar las plantas, ni que el gato infame araña de nuevo el sofá en abierta rebelión contra el poder absoluto del Supremo.

Dicen que el delirio es un intento de curarse. Eso dicen.

            

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María Teresa Priego-Broca

Es Tabasqueña. Feminista (tendencia retro). Lectora. Palabrera. Divanera compulsiva. Letras por la Universidad de Monterrey. Maestría en Estudios de lo Femenino por la Universidad Paris 8. Integrante del Comité editorial de Debate Feminista. Integrante del equipo fundador del Instituto de Formación y Liderazgo Simone de Beauvoir.