Pueblo en Vilo

  • Joel Hernández Santiago
Sí, todo evoluciona, todo cambia, las cosas no son estáticas y mucho menos la vida humana...

En el cruce del paralelo 20 y el meridiano 103 del mapamundi, hay un pueblo que se llama San José de Gracia y que pertenece al municipio de Marcos Castellanos, en Michoacán, justo en la raya que divide al estado con Jalisco.

Algunos científicos sociales denominan a la zona como JalMich, porque ahí se viven dos vidas y una sola. Dos identidades de culturas distintas que los hace diferentes, pero idénticos en su lucha en contra de la soledad, el abandono, la lejanía, la distancia y un trabajar de madrugada y sol, hasta el anochecer.  Michoacán y Jalisco son uno ahí.

Eso es. Dos vidas y una, situación que ha definido a los ‘Josefinos’ como gente de campo, de ganado y de caballo, práctica e inmediata, que habla fuerte y dice lo que pasa y lo que ocurre sin adornos y sin cobijo. O por lo menos así era y se creía que sería por los siglos delos siglos.

San José de Gracia es un pueblo que hasta 1968 era inexistente: una ranchería simpática, con casas encaladas y tejas en sus techos, con terraza externa y patios con flores y árboles frutales. Hasta hace unos cincuenta años apenas era lugar de paso, entre ganado y queso, entre despertares tempranos y tardes de recuerdos: domingos de misa y redención de los pecados.

Porque este es un pueblo con muchos recuerdos y más intensidades. Como casi todos los pueblos que están por aquí o por allá, dispersos en el territorio nacional y del que San José es un ejemplo de construcción propia, de definición de vida y de recuerdos a flor de piel. ¿Cuántos pueblos mínimos hay como este en el territorio nacional? Muchos.

Pero se da el caso de que este pueblo ahora es distinto. Primero porque don Luis González y González, el historiador, lo puso en el mapa y escribió su historia universal.

“[La de San José de Gracia] …no es una comunidad cualquiera –escribió don Luis en “Pueblo en Vilo” -1968, El Colegio de México--. Al contrario, se llamó a estudio porque se estimó que no era una comunidad cualquiera. Todos los pueblos que no se miran de cerca con amor y calma son un pueblo cualquiera, pero al acercarles el ojo cargado de simpatía, como es el caso presente, se descubre en cada pueblo su originalidad, su individualidad, su misión y destino singulares, y hasta se olvida lo que tiene de común con otros pueblos…”

Y era cierto. Aquel era un pueblo distante que se parecía en esencia a otros pueblos de su misma dimensión y que están dispersos por aquí o por allá y que al paso de uno pasaban desapercibidos, como si ellos mismos quisieran ocultarse de miradas ajenas… Todos ellos se parecían, aunque tenían sus problemas particulares y sus aspiraciones idénticas. Hoy hay menos semejanzas pero también hay peligro. Un ejemplo de transformación es, precisamente, San José…

Al cuerpo social de Marcos Castellanos, con unos 14 mil habitantes y 3 mil más de población flotante, en una extensión de 232.8 kilómetros cuadrados, le salieron algunos granos que son urticaria.

Aquella comunidad encerrada en sí misma, se incorporó a la modernidad, salió de sus casas, del jardín cercano y comenzó a cantar a grito pelón que ahí está, que le gusta el ruido externo, participar de él y hacerle ruido al chicharrón.

Los hombres son gente de trabajo, ya en otros trabajos, y las mujeres no nada más se ocupan ‘de la casa’: participan de forma activa en la manutención y crecimiento de la hacienda hogareña.

Muchos de sus habitantes viven de su trabajo, crecen, se reproducen y siguen caminando por el campo, aunque muchos jóvenes ya no son rancheros. Éstos, en su mayoría, tienen carreras con título y ya no se les ve mucho por la ranchería, el campo y el queso de este solar michoacano.

Un buen número de estos jóvenes, y aun viejos, han caído en la tentación del negocio sin transparencia. El ‘pecaminoso, pues’.  A estos les gusta la fiesta ruidosa que deja de ser fiesta; a muchos les gusta la ostentación de sus bienes que son riquezas de corta data. Ya no se perciben miradas del tono inocente. Hoy muchos tienen mirada dura y tensa. El Pueblo en Vilo dio el paso a la modernidad, pero también al camino ‘sin regreso’.

Jóvenes se fueron a Estados Unidos y regresaron ‘diferentes’. Carros ostentosos, carros ruidosos, ropa extravagante, palabras del inglés incorporado al discurso cotidiano. Alimento muy al estilo de allá, y con frecuencia ya no el alimento de acá. También ya hay ahí distintas sectas del protestantismo traído del otro lado de la frontera.

A simple vista aquí no pasa mucho pero sí ocurre. Muchos lo saben y guardan silencio religioso.

El Pueblo en Vilo ya no está en vilo. Ya tomó una decisión, como la de todos esos poblados que son como sin importancia, pero que la tienen porque es la zona porosa de nuestro cuerpo social en donde todo ocurre, la tragedia ocurre, la desigualdad, el crimen y la violencia se adueñaron de sus calles, de sus casas y de su tranquilidad.

Sí, todo evoluciona, todo cambia, las cosas no son estáticas y mucho menos la vida humana y la convivencia social. Pero una cosa es el cambio y otra la transformación, y da la impresión de que San José de Gracia se ha transformado y ya no tiene retorno.

“¿Se acuerdan lo que le pasó a aquel que se estaba muriendo por su última borrachera? Le acercaron un crucifijo para que lo besara y de pronto gritó: ‘quítenle el tapón’”. Pueblo en Vilo. 

Anteriores

Joel Hernández Santiago

Es periodista y editor. Ha sido editorialista en UnomásUno, La Jornada, El Financiero y más. Fue coordinador de opinión de El Financiero y director de Opinión de El Universal. Fue editor en la UNESCO y de Le Monde diplomatique. Ha coordinado obras como: "Planes en la nación mexicana", con El Colegio de México y "Pensar a David Ibarra", el más reciente.