Tragedia

  • Manolo Victorio

            La vida es una tragedia a la que asistimos como espectadores un rato, y luego desempeñamos nuestro papel en ella­­. Jonathan Swift

En el salón de clase, al estudiar los principios introductorios del periodismo, el catedrático alzaba el tono de voz, extendía los brazos en cruz y lanzaba recomendaciones a los futuros reporteros.

Grandilocuente, expresivo hasta la exageración, entrenaba a los alumnos en el despertar del instinto periodístico: “todas las tragedias son grandes como azules son las violetas”, repetía en la inacabable veta noticiosa que representa la tragedia humana.

Es cierto. La tragedia humana explota siempre en lo cotidiano, inundando de notas, crónicas y reportajes basados en el dolor humano. El trabajo periodístico sobre la tragedia nos desnuda en segundo plano, leemos las desgracias de otros como quien ve pasar un tren, como quien ve correr un río, despersonalizados, apartados del dolor… hasta que se nos mete en casa.

El maestro universitario nos recreaba oralmente historias periodísticas que llevaron a los mojigatos a decantarse por la publicidad, las relaciones públicas o los trabajos de escritorio para evitar la náusea que produce la tragedia humana.

“Vayan, vivan en el mundo perfecto, donde no pasa nada, no hay ladrones, ni crimen, donde todo es color de rosa” decía con un paroxismo sádico, regodeándose del pudor de alumnas y alumnos que se salían de clase, asqueados de la crudeza de la vida, temerosos de enfrentar sus miedos.

En una mezcla de realidad y fantasía, nos enseñó la belleza cruda, la estética descarnada de las fotografías policiacas de “El niño” Enrique Metinides Tsironides, quien a los 9 años su padre le regaló su primera cámara y que más tarde se convirtiera en un fotorreportero de culto en La Prensa, con sus fotografías de personas accidentadas, quemadas, asesinadas, cercenadas; una galería del crimen grotesco e incompresible que dispara el resorte del morbo a cualquiera.

Narraba la historia de un fotógrafo apasionado, anónimo ya en la memoria, que recibió la instrucción de su jefe de información, vía radio de banda civil, de cubrir un incendio en un edificio de departamentos.

Al llegar a la escena del hecho, dosificó su rollo de 36 exposiciones de su Pentax para retratar a una familia que murió calcinada en la quemazón. Eran los cuerpos de una mujer adulta, una niña de once años y un varón de 9. Faltaba el padre. Era el fotógrafo. Su familia era la que estaba tendida en las lonas de los bomberos.

Un buen periodista, cortaba la narración repetida hasta la memorización, tiene que ponderar la noticia, nada es más importante que regresar a la redacción, encerrarse en el cuarto oscuro y ver las fotografías en primera plana, decía al extender un periódico imaginario de ocho columnas.

La tragedia vende, conmueve, moviliza, mueve conciencias, enoja, entristece, es “un pavoroso cuchillo” (como narraban los clásicos de la nota roja) que atraviesa el alma, que sacude el espíritu.

La vida es una tragedia. Por añadidura, es noticia.

El Tejocote, una comunidad indígena perdida en los cerros del municipio de La Perla, en las Altas Montañas centrales de Veracruz es tema noticioso.

Un pequeño de 10 años pierde una partida en una maquinita de videojuegos, de esas que nutren la imaginación infantil en rancherías pueblos y barrios marginales; vuelve sus pasos a su casa, toma una pistola que su padre había dejado sobre la mesa, regresa y mata a su rival de juegos, en una escena anticipada de la violencia que sólo veíamos en las películas de charros que dirimían sus diferencias en el palenque, a plomazos.

¿Qué puede nublar hasta la negritud los pensamientos de un niño, en un entorno rural, al grato tal que en un arranque de ira decida en una fracción de segundos, cegar la vida de un compañerito de juego, vecino, conocido, avecindado en la misma comunidad?

¿Hasta que grado la descomposición del tejido social ha normalizado la violencia, haciendo pensar a los niños que lo virtual y lo real es una sola dimensión que termina cuando se termina los bonos que compra la moneda insertada en la ranura de una maquinita o cuando se oprime el botón de power en la consola?

Son respuestas que no llegan aún.

Es materia de los estudiosos en sociología, antropología o sicología.

La materia del periodista es ir a retratar, a narrar sin barnices ni florituras, la tragedia humana, inacabable fuente de información.

Doña Leticia Hortensia Reyes de Jesús, madre del pequeño Samuel, a quien encontró en un charco de sangre, no comprenderá nunca los motivos de la muerte de su hijo.

Sólo pide una exigencia que campea no sólo en La Perla, en el estado de Veracruz y en el país: que la justicia llegue, pronta, expedita, imparcial.

Todas las tragedias son grandes, inasibles, interminables.

Nunca escriban textos periodísticos llenos de signos de interrogación, es pobreza lingüística, reprochaba el maestro de redacción en el aula universitaria, frases cortas, sean concisos, precisos y macizos en la redacción, espetaba una y otra vez.

Hoy desobedecemos ese axioma pedagógico.

¿Qué pecados puede tener en su haber o deber un niño de 11 años para recibir un disparo que le arrebate la vida?

¿Qué odios acendrados pueden hacer costra en el alma de un niño de 10 años para robarle la vida a un compañerito, para echar por la borda su vida misma?

“Sólo existe un pecado, sólo uno. Y es el robo. Cualquier otro pecado es una variante del robo. Cuando matas a un hombre, le robas la vida, robas marido a una esposa y el padre a unos hijos. Cuando mientes, le robas al otro el derecho a la verdad. Cuando engañas, robas el derecho a la equidad...”, decía un padre a su hijo en el filme “Cometas en el cielo”.

 

 

fm