El canto de la cigarra

  • Salma Teodosio

Trece minutos pasadas las diez nos sentamos a tomar el té en pocillos de barro que dormían boca abajo en la alacena esperando a ser elegidos para la sobremesa. Detrás del bracero encontró su hogar una cigarra que nos acompañó cantando toda la noche y afuera formaditas en una rama del guayabo el resto de sus compañeras le hacían los coros. La cigarra entre canto y canto se fumaba un cigarrillo de lavanda, gordolobo y tomillo, mientras escuchaba a la abuela contar sus historias de cuando era niña. Entre sorbo y risa, tocaron la puerta dos sujetos a caballo a quienes la abuela y yo miramos desde la ventanita de la cocina. La abuela que para esas horas de la noche ya se había vestido con su largo camisón amarillo permaneció en silencio, quietecita, y apretando el dedo índice sobre sus labios cerrados, me indicó que guardara silencio pues esperaríamos a que se marcharan los visitantes indeseados. El grillo que vigilaba la entrada le preguntó al par de hombres con barba de chivo qué buscaban esa noche en la casa de la abuela. Sin recibir respuesta saltó lejos el grillo al que no le gustaba la gente maleducada.

 

La abuela seguía en silencio y yo sentada a su lado me preguntaba lo mismo que el grillo. Los puños de aquellos hombres seguían haciendo eco sobre la puerta de madera y antes de que pudiera estirar la pierna que comenzaba a adormecérseme, de un golpe estridente la puerta se vino abajo. Entraron a buscar a la abuela que se quedó muda del susto sobre su silla de palma, le temblaban las piernas y las pupilas parecían estársele regando por todo el ojo. Venían en busca de un pago, por una deuda que la abuela aún no había saldado.

 

-Abuela, ¿cuánto dinero les debes? – le pregunté para saber si alcanzaría con mis ahorros para pagar lo que sin decirme había pedido prestado.

La abuela que estaba absorta abrió la boca únicamente para correrlos y conferirles con su voz aguardientosa un par de regaños a gritos. Los sujetos que además de ebrios no escuchaban razones se movían alrededor de la casa vaciando lo que encontraran, buscando algo de valor que pudiera satisfacerles aquella noche. Se llevaron los ahorros que guardaba en una caja de medicinas pensando que se trataba del mejor escondite, se llevaron el relicario de la abuela, una cazuela nueva y mis zapatos para la escuela que muertos de miedo se escondían bajo la mesa del altar a la Virgen de la Asunción.

Antes de marcharse en sus dos corceles negros, el más alto de los bandidos miró de arriba a bajo a la abuela y soltando una carcajada burlona, escupió sobre la mesa y se alejó dejando la casa en silencio.

La abuela esperó unos minutos, me pidió levantar la puerta y cerrar la ventanita de la cocina que aún abierta dejaba pasar aire frío, se puso de pie y caminó hasta el altar de la Virgen en donde una caja que nadie había notado sostenía la imagen de María de la Asunción, madre de todos sus hijos creyentes, incluidos los bandidos. Puso la caja sobre la cama y al abrirla se dejó ver una computadora portátil que la abuela me había comprado para las clases en línea.

- ¡Feliz cumpleaños! -Decía la abuela llorando, mientras el reloj marcaba las doce y el segundero avanzaba recorriendo los segundos de la primera vuelta del día.