Los buenos vecinos
- Carlos Spíndola
Jean Paul Sartre, el filósofo francés, escribe en su obra de teatro A puerta cerrada: “el infierno son los otros”. Probablemente, nadie que se haya sumergido en la compleja telaraña de las relaciones interpersonales haya sobrevivido a la tentación de sucumbir ante tal pensamiento. En algún punto del partido, los otros llegan a ser una presencia incómoda que limita los deseos y libertades personales. En cambio, suponen un triste desencuentro con la realidad y con eso que llamamos alteridad.
Supongo que uno de los sueños colectivos más interesantes es el de la soledad más absoluta: imaginar, por ejemplo, que con un chasquido de dedos habrán de desaparecer los millones que conforman la población mundial y ser los únicos habitantes en el planeta con una posible libertad que se despliegue hasta más allá del horizonte. Pero aquella utopía desesperada se queda en un profundo suspiro que nos hace volver a la realidad: los otros existen y no los podemos desaparecer. Por eso existen reglas de convivencia social, leyes que organizan a las sociedades, asociaciones que buscan la paz mundial, organizaciones espirituales para desfogar los instintos primitivos, el fútbol, neuróticos anónimos, el yoga, la televisión, el internet, lo que sea necesario para no matarnos los unos a los otros.
Sin embargo, es claro que, en el arte, la magia y la técnica de ser buenos vecinos, por ejemplo, se requiere de una habilidad especial y ciertas aptitudes que rayan más en las habilidades políticas. De todo el menú de las relaciones interpersonales, digamos que las relaciones entre vecinos entran en un primer grado de lo que denominamos “relaciones públicas”, porque sin ser personas que nosotros elegimos para convivir o tener a nuestro lado, es gente a la que una serie de condiciones ha puesto como próximos, nos ha cercado por ellos. Pero esta cuestión, casi azarosa, resulta un verdadero reto para muchos de nosotros. Si se corre con verdadera suerte, habremos de encontrar un vecino poco entrometido, respetuoso y hasta amigable. No obstante, para la mayoría, el referente del vecino entrometido, chismoso y hasta mal intencionado, es común. Si esto pasa en un nivel local, cuánto más complejo es en el plano internacional, entre países. La historia del desarrollo del “mundo” es la historia de las relaciones entre vecinos, buenas o malas, ello ha definido el caos o la gloria para las sociedades a lo largo de los siglos, según su habilidad para ser buenos vecinos.
México, ya constituido como nación independiente, no tuvo suerte y es uno más en la lista de los vecinos desafortunados. La relación entre los Estados Unidos de Norteamérica con los Estados Unidos Mexicanos ha sido desigual desde el nacimiento de ambos países; basta hurgar un poco en los libros de historia para constatar lo asimétrico de la relación: el vecino del norte se ha entrometido hasta la cocina, en algún momento se quedó con gran parte de la propiedad, hace negocio con los enseres que tenemos en casa, usa de los servicios sin pagar, sabe todos los pormenores de nuestra vida íntima y hasta constantemente propone las reglas que deben regir esta casa. A cambio, nos da un poco de dinero, dinero que, por cierto, es ganado a pulso y a costa de la salud y dignidad de nuestros propios habitantes. Mantenemos una frágil relación de cordialidad y me atrevo a decir que “frágil” porque es más bien simulada, como aquella que se da entre el señor feudal y su siervo, que a cambio de vivir en sus tierras y comer de su trigo, le tiene un respeto público pero que, en las noches, cuando pasa hambre de veras, le repudia profundamente.
Estados Unidos, como nación, es la personificación del vecino indeseable, el que, dios nos libre, nadie desearía tener. En estos términos y condiciones, este vecino si es el infierno que plantea Sartre, como una entidad castrante y asfixiante. Es muy conocida aquella frase que se popularizó durante el porfiriato y que se le atribuye al mismo presidente Díaz: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos” y es que, ustedes disculpen la comparación tan disonante y exagerada, pero la relación de vecinos viene siendo más bien como la que narra el mito hebraico del pueblo de Israel en Egipto. Así de desigual y cruel, y no sólo con México sino con el resto de los países de América Latina. Sin embargo, por una extraña vocación al destino trágico y una resiliencia ancestral, el pueblo mexicano ha soportado laudable y dignamente su posición y relación con los vecinos (hablo, claro, del pueblo mexicano y en esta categoría no entran los traidores del pueblo, aliados del vecino a favor de intereses propios).
México ha resultado estar a la altura de un pueblo que no se ha contaminado del todo con el vicio de la sospecha. Abrimos las puertas, seguimos abriéndolas, con la ingenua esperanza tal vez, de que el vecino un día de estos se muestre distinto. Pero el vecino no ha hecho sino endurecer su rostro y mostrarse como una víctima de los pobres, cuando es, en gran medida por su intromisión, que estamos pobres, escalando muros, nadando ríos salvajes, cruzando desiertos inhóspitos para ir a recoger “del otro lado” un poco de las migajas que se desprendieron de aquellos alimentos que eran nuestros. Como la moribunda madre de Juan Preciado que como última voluntad le pide a su hijo que vaya a Comala, a buscar su padre, Pedro Páramo, y que le exija lo que es nuestro. Así, una voz fantasmagórica ronda la casa del vecino: “venimos por lo que es nuestro”. Las políticas invasivas de Estados Unidos en los países de América Latina han sido un verdadero boomerang que se le ha regresado en la cara al personaje de tez naranja.
Ahora es cuando Donald Trump debería leer aquella fábula de los buenos vecinos, tal vez se entere de una buena vez de lo importante que implica serlo. Ahora cuando su relación con los mercados chinos es difícil y está comprometida, ahora cuando en México se está revisando el impronunciable ex -Tratado de Libre Comercio (T-MEC), ahora cuando la “rapiña” latinoamericana está invadiendo al vecino es cuando este busca ayuda de la peor manera: amenazando a México con la implementación del 5% de aranceles a sus productos si no le ayuda con el problema migratorio. Si no hay una respuesta favorable, entonces el arancel subirá a un 10%, como un castigo severo y absurdo, propio de los Estados totalitarios, propio de quien en su vida careció de habilidades y aptitudes políticas y sociales, porque el presidente de allá cree que los únicos que perderemos esta vez somos solo nosotros…
En esta situación, vergonzosa ya de por sí, mi más grande deseo es que ni siquiera consideremos el hecho de hacer este “trabajo sucio” de encargarnos de la migración latinoamericana, este trabajo no, porque ni siquiera es un trabajo sucio, sino un acto inhumano, un crimen de lesa humanidad, un acto vergonzoso de traición a nuestra carne, porque también ellos, los que vienen del sur, son hermanos nuestros, más allá de ser vecinos, nos unen profundos lazos históricos, hemos sufrido la misma marginación, desde los mismos dolores de la conquista hasta las opresiones de las dictaduras, de la pobreza en la selva, de la obscena afrenta hacia los pueblos originarios. Nosotros somos ellos, tan solo divididos por líneas entrecortadas, imaginarías, pero con profundas raíces que nos unen más allá de nuestra situación geo-política: un mismo clamor que gime América Latina.
Nuestro presidente ha emitido una misiva y no con palabras que recuerdan a una Miss Universo, como juzgo un ex -canciller, sino con la prudencia competente. Es momento, si es que alguna vez no lo ha sido, de defender la dignidad y soberanía nacional, que implica también la defensa de la dignidad humana que debería ser una prioridad imperativa por encima de las leyes del mercado. Es hora de reclamar lo que es nuestro y que no tiene precio. En este momento de la historia cabe esperar quienes se comportan a la altura de las circunstancias y también, también comprender que la historia del éxito o fracaso de las sociedades se ha debido, en gran parte, a aquellas lecciones elementales de ser buenos vecinos, sino por sentido filantrópico, si por un sentido común, en el entendido de que el bien ajeno puede propiciar el bien propio.