La nota roja

  • Alberto Delgado
La historia de la nota roja es la historia misma de México.

Amable lector, ha llegado la mitad del verano y con él, esa época del año en que en el medio de comunicación en que trabajo, tengo la consigna de hacer el turno nocturno, la famosa “Guardia Policiaca”. Las guardias policiacas, que por alguna razón que no conozco están cayendo en desuso en los medios de nuestro estado, tienen la intención de registrar los hechos que aparecerán en la sección de “Nota Roja” del periódico de nuestra preferencia.

La prensa “roja” o “sensacionalista” nació prácticamente con la imprenta misma. Según el autor Maurice Lever, en los albores de la Edad Moderna (estamos hablando de los años 1500 y algo), en Francia ya se imprimían, de un solo lado, en hojas de gran formato, relatos de crímenes, catástrofes naturales o eventos extraordinarios: “La tragedia instantánea, el horror inmediato, el asesinato intransitivo”. En México, muchos investigadores coinciden con la afirmación de que la historia de la nota roja es la historia misma de México. Desde finales del siglo XVIII, los principios del siglo XIX y sobre todo durante el siglo XX, la nota roja se volvió parte fundamental de los medios de comunicación impresos en el país. Nos habla de la derrota, de la descomposición social, que se reflejan en el robo, el asesinato o el suicidio. Justo como ahora.

En Xalapa, cada vez hay menos reporteros de nota roja, porque cada vez es más peligroso cubrir ese tipo de notas en nuestro estado. Unos se han ido de la ciudad, otros han dejado de cubrir cosas de noche, y también, lamentablemente, algunos han sido asesinados o desaparecidos. A pesar de los hechos que consignaban los pasquines decimonónicos o los periódicos del siglo XX, por más que sus notas reflejaran violencia o el terror provocado por la delincuencia, nunca pudieron decir que esa delincuencia estuviera organizada como en este momento, y que cometiera las atrocidades que hemos visto que cometen en nuestras ciudades.

Sin embargo, aún hay algo de mágico en esto de “la policiaca”. Tratar de descifrar las claves de la policía, cruzar a toda velocidad las calles de la ciudad, la adrenalina, las fotos que tienen todo en contra y por eso son oportunidades únicas: la luz terrible, con muy poco tiempo para hacerlas, teniendo a veces en contra a las autoridades que buscan impedir que hagas tu trabajo. En esas condiciones, encontrarte un compañero de trabajo (aunque sea de “la competencia”) es igual a sentirte más seguro, y tener una “buena” foto es un pequeño triunfo, aunque dicha foto sirva (ojalá sirva) para hacernos ver que como sociedad fracasamos un poco cada que ocurre un hecho violento.

Empezar una carrera en los medios de comunicación haciendo nota roja es un lugar común. Hace muchos años, acompañé por primera vez a un fotógrafo de nota roja, ya retirado, a su guardia. Yo iba manejando y él dándome lecciones de cómo (según él) se hacía una guardia de policiaca. Se metió en un bar muy conocido que estaba en Lázaro Cárdenas - famoso porque en él las meseras andaban “libremente” sin ropa atendiendo a los clientes-. Llegamos y nos dieron una mesa y un whisky, y una señora se sentó en sus piernas. Yo pedí agua mineral porque iba al volante. De pronto, empezaron a pelearse dos tipos dentro del bar, y se armó la batalla campal. Volaban sillas, mesas y botellazos, mientras las señoras desnudas no paraban de gritar y correr dentro del bar. Yo quise hacer fotos y el tal reportero me dijo que no hiciera nada. Me aguanté. Seguían los botellazos y este cuate ni se inmutaba, toqueteando a la señora que aún estaba sentada en sus piernas. Todo era un caos. A estas alturas yo estaba molesto, pero como supuse que el tipo sabía lo que hacía, le hice caso y no hice fotos. Llegó la policía con gases lacrimógenos por delante. Entonces ocurrió la escena más ridícula en la que he estado: La poli irrumpió en el lugar, llevándose a todos, que no dejaban de tirar golpes y nuestra mesa era como para una escena de una película muy deprimente: la chica que estaba con el reportero se mantenía en sus piernas, dejándose tocar mientras unas gruesas lágrimas corrían por sus mejillas; el reportero seguía besuqueándola, mientras lloraba; y yo, enfrente de ellos, con mis lagrimotas como si tuviera la peor de las tristezas. Cuando todo se calmó, el reportero se levantó como si nada, se despidió de la chica y de los administradores del lugar, que le dieron unos billetes y las gracias, justo porque no habíamos hecho fotos. “El pastel es muy grande, solo hay que aprender a rebanarlo”, me dijo. Ese día, efectivamente lloré (por los gases lacrimógenos), pero aprendí cómo no se deben hacer las cosas.

Mi recomendación musical de esta semana es una gran rola acerca de las madrugadas. El joven Joaquín Sabina cantaba esta enorme canción en 1988. “Los perros del Amanecer”, de su disco “El Hombre del Traje Gris. Súbale a la música, nos leemos el lunes: 

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