Las fotos son como el punto y aparte, quieren fijar de una vez por todas un hecho fugaz e irrepetible. Cotidiano a veces (la sonrisa del niño que cumple años o las chicas que saltan las olas en la playa) o uno más relevante y duradero: la niña quemada por napalm corriendo despavorida hacia nosotros; o Marilyn Monroe en el respiradero del Metro, luchando para que su vestido no salga volando.
Aquí me detengo a una precisión. Siempre que decimos foto pensamos en una imagen fija y el término es tan obvio que por años ha causado ambigüedad cuando –los que nos dedicamos al cine- hablamos de la fotografía de una película muchos, en su sano derecho, creen que nos referimos a los carteles promocionales (“stills”) que se exhibían a la entrada del cine. Y hasta en la entrega de los Óscares tuvieron -en los 90’- que cambiar la nomenclatura de “el Óscar a la mejor fotografía” por “el Óscar a la mejor cinematografía”, puntualizando que se referían a la fotografía en movimiento… Aún ahora hacemos la diferencia: entre gente del medio nos referimos a nuestro fotógrafo o a la fotografía de nuestra película, pero en otros ámbitos acudimos al término “cine-fotografía” para evitar alguna confusión.
Por suerte la validez y vigencia de la foto fija permanece. Sabemos que una sola imagen puede narrar una amplia historia (desde “El beso” de Cartier-Bresson hasta el impresionante trabajo de foto-reportaje de Koudelka). Pero igualmente se ha ensayado con la sucesión de imágenes fijas como variación al relato cinematográfico tradicional (“La jettée”/Chris Marker, 1962) o el conmovedor trabajo de Pedro Meyer “Fotografío para recordar”. No abundaré en más obviedades sobre un tema del cual no soy especialista y regreso a la anécdota que –como cualquier fotógrafo de a pie- quería contarles.
Allá por 1989 viví algún tiempo en París y salía con mi cámara a capturar mi propia versión en B&N de esa ciudad, nada novedoso. Compartía con Luis y Martha, un par de amigos, un espacio mínimo en el sexto piso sin elevador (la mansarda) de un edificio al fondo de un breve callejón. Se trataba en realidad del angosto edificio de cuartos de servicio a espaldas del edificio de lujo al cual se accedía por la calle principal, desde luego. Pero nosotros presumíamos, eso sí, que a través de nuestra claraboya se veía la Torre Eiffel (en realidad, tras 3 kilómetros de tejados, sobresalía solo la punta). Años después al ver “Siempre la misma canción” (“On connait la chanson” Alain Resnais, 1997) sentí como un guiño cuando el cliente –en ese departamento de último piso- pregunta al agente inmobiliario sobre la vista a la Torre Eiffel que el anuncio en el periódico prometía y entonces el agente lo dirige hacia el balcón, lo lleva hacia el extremo final y le pide que se incline y asome temerariamente para que atrás a su derecha logre verla.
Yo, simple mochilero tratando de alargar mi estancia europea, había conocido a Luis y Martha en una reunión y ellos –al saberme paisano- de inmediato me invitaron a compartir su espacio. Luis cumplía una especie de castigo familiar (de una familia con posibilidades se deduce). Lo habían mandado -por insoportable- a Alemania donde había sido muy feliz por más de 1 año, pero a la familia le pareció sospechosa tanta felicidad y le extendieron el castigo mudándolo a París donde -tras otro año- no había aprendido una gota de francés: su peculiar manera de vivir bajo protesta. Hablaba inglés y alemán fluidamente eso sí, pero en París había que traducirle hasta las llamadas telefónicas (no eran tiempos de Internet aún). Martha de 20, había llegado meses atrás a un curso de alta cocina y podría tranquilamente haber vivido con sus amigas en algún buen barrio pero prefirió la “bohemia” de aquel departamento que era el centro de reuniones y final de la noche cuando los amigos alemanes, brasileños, españoles y franceses tras dejar ir el último Metro- se quedaban a dormir en plan lata de sardinas.
Luis tenía 19 años y era una especie de activista retro (reuniones de la Internacional Socialista y amante del movimiento punk). Él decía que yo era un retro franco-fílico buscando un París de “Los 400 golpes” que ya no existía. Como no teníamos tele, pasábamos del punk de Luis al pop latino de Martha y luego a Francoise Hardy, Moustaki, Jacques Brel y los noticieros por la radio, porque yo creía importante hacerles saber que estábamos en Francia. Como sus familias cubrían todos los gastos fijos y calculando acertadamente que yo no era “bohemio” sino simplemente pobre, se negaron a aceptarme más cuota que una buena despensa. Entonces, cual hermano un par de años mayor, instauré el “nadie sale de este depa sin un buen desayuno”… Y, mejor alimentados, fuimos bastante felices.
Cada uno de los tres armaba su día y por la noche nos contábamos nuestras muy discordantes rutinas, ante las delicias culinarias que ese día habían sido la tarea de Martha en el Cordon Bleu y un buen vino barato. Y claro, teníamos la trivia de “¿en cuántas fotos de japoneses apareciste hoy?”, porque las hordas de viajeros orientales con sus cámaras inverosímiles fotografiaban todo lo que se les atravesaba, incluyéndonos bien sûr…
Yo me levantaba muy temprano para ir a capturar la bruma del bosque de Boulogne o los primeros rayos penetrando la penumbra medieval de la iglesia de St-Severin, para luego ir a las chambas provisionales que alargaban mi estancia. Fue por esa época (finales de otoño supongo por el frio y la lluvia) que surgió esta foto, la única sobreviviente.
En aquel año debo haber tomado solo algunos 10 rollos (la mayoría en B&N) porque había que optimizar mirada y recursos. Cuando regresé a México hice hojas de contacto e imprimí algunas fotos. Y me pareció bien regalar alguna a los amigos en ocasiones especiales, en tamaño postal y enmarcadas en azul o negro.
Luego la vida sucedió y vinieron otros viajes, otras ciudades, y entre parejas y mudanzas tantas cosas se perdieron… Entre ellas esas fotos y sus negativos. Ni siquiera conservé alguno de aquellos marcos de tamaño postal.
Pero hace algunos meses me encuentro en Facebook con este extraño mensaje de un desconocido “¿Tú eres el mismo Ricardo Benet que tomó unas fotos de París en 1989?”… Y claro, a echar el engranaje en reversa y a mezclar la sorpresa con la desconfianza y la curiosidad…
Le contesto que sí. Y él me explica con más calma entonces que hace algunos años, en un bazar, le llamaron mucho la atención un par de pequeñas fotos enmarcadas de París en B&N y decidió comprarlas. Al reverso tenían solo un nombre y una fecha… Y desde aquel entonces había tratado de dar con el autor. Quedé absorto, apabullado: el castillo de naipes se vino abajo. No tengo idea cómo terminaron en un bazar, él no me explicaba mucho más, yo no sabía mucho más. No me atreví a pedirle las imágenes (ya no me pertenecían) o intentar el rescate ofreciéndole dinero... Era forzar demasiado al azar, al pasado.
Solo le solicité una copia si era posible.
Pronta y amablemente me envió la primera de estas imágenes.
Ahora que la veo me es difícil saber qué pensaba yo en aquel momento. Me es difícil siquiera asegurar que yo estuve allí aquella tarde lluviosa, frente a esa gente y detrás del lente.
PD. De aquellos amigos no supe mucho ya. Dos años después Luis pasó por la Ciudad de México con un par de cuates californianos (ahora era macrobiótico, socialdemócrata y quería irse a Australia), se quedaron unos días en casa. Me contó que Martha estaba por casarse con el novio eterno.
Luego la inercia fue haciendo lo suyo re-organizando los años en décadas. Y ahora de pronto, me asalta una foto de otro tiempo que intenta tambalear este presente aséptico y cibernético, en donde todo aquello parece venir de “una galaxia lejana, lejana…”
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Estudió Arquitectura (U.N.A.M.), posgrado en Historia del Arte (Florencia) y la carrera de Cinematografía (CCC / Mèxico)
Ha dirigido 5 cortos de ficción, 2 documentales y 2 largometrajes: “Noticias Lejanas”, seleccionada en más de 60 festivales con 17 premios y “Nómadas” (protagonizada por Lucy Liu) estrenada en 2013
Como cine-fotógrafo ha realizado más de 20 cortometrajes y 4 largometrajes
Ponente en Portland University, Universidad de Buenos Aires y en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Ha sido jurado en los festivales de Puerto Vallarta, Montreal, Puebla, La Habana, Biarritz, Gibara Cuba, Barcelona y Mar del Plata.
Ha obtenido los premios “Ariel” de la Academia Mexicana de Artes Cinematográficas, el “Astor de oro a Mejor Película” en el Festival de Mar del Plata 2006, y “Mejor Director” en los festivales de Guadalajara y Vancouver, así como Mejor Director Iberoamericano en Málaga, España.
Está al frente del Departamento de Cinematografía de la UV y desde el 2007 coordina también los Talleres Audiovisuales del Centro de Artes Indígenas en Parque Tajín. Actualmente prepara su tercer largometraje.