Estela Casados González /
A Mariana…
Hace unas semanas platicaba con jóvenes colegas antropólogas mientras disfrutábamos de la sobremesa en el comedor del Colegio de México. Y pasó lo que siempre me pasa cuando platico con esas mujeres inteligentes e intelectualmente inquietas: reflexionamos sobre la condición femenina, la necesidad de construir nuevas formas de relacionarnos entre nosotras y la desazón que provoca la ausencia de la sororidad a la par de la implacable presencia de los conflictos de siempre que en la segunda década del siglo XXI se despliegan bajo mecanismos y efectos conocidos.
¿Qué sucede con nuestras contemporáneas en cada generación? ¿Por qué esos juegos de poder? Fueron las preguntas que inundaron la charla de aquel día. Son las preguntas que he escuchado cada vez que hablo con las mujeres de mi generación. Preguntas que en su momento escuché a mi madre, a mis tías, a mis abuelas.
Obviamente, entre mujeres también hay jerarquías: la anciana, la experimentada, la chingona, la sabia, la suegra, la mamá, la maestra, la que sea, la que a fin de cuentas tiene más poder patriarcal que una.
Y así, cada generación.
A mi me gustaría escuchar que la sororidad se fortalece y no es así. Entre las mujeres de una misma generación también se van tejiendo otro tipo de jerarquías que al final del día hacen más fuertes los muros que siempre han estado ahí.
Me parece que nuestra contraparte masculina vive una situación parecida. Y así, el poder patriarcal se torna en un problema de nuestra especie.
Más allá de la queja, una de las jóvenes con las que compartí la mesa aquel día preguntaba por qué las mujeres ejercíamos el poder de esa manera tan lastimosa.
Y sí: nosotras (tanto feministas como aquellas que huyen a ese “ismo”) ejercemos ese sabroso e irresistible poder patriarcal contra quien se pueda. Mujer u hombre; da igual. Es muy fácil jugar ese juego.
Paulo Freire dijo que la gente debe empoderarse, es decir, formarse, informarse, construir un espacio propio, reconocerse, valorarse y tomar decisiones en congruencia. Construir nuevas maneras para relacionarse con sus semejantes y diseñar estrategias que les permitieran resistir o combatir a las jerarquías.
Se oye bonito, pero no es fácil eso de empoderase. Aunque nadie dice que no valga la pena hacerlo.
Algunas pensadoras feministas han observado que las mujeres somos construidas en una sociedad patriarcal que nos divide y aleja, pero simultáneamente exaltan la capacidad de que podemos construir alianzas con algunas para crear espacios de complicidad, apoyo y acompañamiento. A veces estos espacios dan cabida a muchas mujeres, otros más albergan a grupos cerrados, funcionan toda la vida o son de corta duración.
Constituyen redes que nos sostienen, pero que se pueden romper a la luz de un conflicto y ante la ausencia del diálogo o a partir de las prácticas que lastiman la cohesión de los grupos.
Hay que tener mucha imaginación para descartar las prácticas misóginas y patriarcales en las que incurrimos; así como hartas ganas para alimentar y cuidar de esos espacios entre mujeres. A veces hay que ir en contracorriente.
Mientras escribo estas líneas observo un dibujo que me obsequió una amiga. Trae impreso un enunciado que dice: “En la coreografía de la vida siempre está quien la baila al revés”. El dibujo muestra a cuatro mujeres bailando. Tres de ellas bailan en una misma dirección. Una más se separa del resto para bailar a su propio ritmo. Ella baila sola y al revés.