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Gabriela, indígena víctima de abuso sexual en pueblo de Veracruz

  • Alba Alemán
Gabriela era menor cuando sufrió abuso sexual por su vecino en Ixhuatlancillo, Veracruz. Su agresor fue liberado, orillándola a huir.

Xalapa, Ver.— Cuando Gabriela denunció el abuso sexual que sufrió por parte de un activista social, su nombre fue voceado por todas las calles de Ixhuatlancillo, su perro fue asesinado, recibió amenazas de muerte y alguien intentó atropellarla. En ese momento, 2022, la joven apenas tenía 17 años. 

A tres años de la agresión, el abusador de Gabriela fue liberado debido a que la jueza del distrito de Orizaba desestimó las pruebas en su contra. La joven huyó de su comunidad y vive atemorizada.
La historia de Gabriela está contada en primera persona, pues sus palabras son las únicas que explican el dolor que vive desde entonces.

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“Ahorita vas a ver que no soy puto”: Armando abusó de Gabriela

Desde el 12 de junio del 2022 mis sueños fueron cambiados por pesadillas, mi mente se quedó varada en el recuerdo de unas manos frías que tocan mi cuerpo y en una voz que me pide que me calle, que no haga ruido. Esa voz es tan familiar que la identifico rápidamente: es el señor Armando L. N., mi vecino y activista de mi pueblo, quien apareció de manera inesperada.

Eran cerca de las 2:00 de la tarde cuando me dirigía a la tienda. Acababa de salir de la puerta de mi casa y justamente pasaba por un callejón que se dirige a un terreno abandonado. Armando me tomó del cuello y me arrastró, metió su mano dentro de mi blusa y toco mis senos, con su otra mano se bajó el pantalón e hizo que tocara su miembro, mientras me resistía, él me decía “ahorita vas a comprobar que no soy puto”.

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Hasta ahora no sé qué pasó, pero mi cuerpo se paralizó, de mi boca no salían las palabras y mucho menos los gritos. Aunque la jueza del distrito de Orizaba, Norma Landa Villalba, desestimó mi declaración, yo recuerdo cada detalle. Armando vestía un pantalón deportivo azul marino, una camisa verde agua y un pañuelo en la cabeza, sé que era él porque lo veo a diario, es mi vecino de la casa de enfrente.

La angustia, el asco y el miedo fueron indescriptibles, al punto que hasta el día de hoy no me perdono que no haya podido gritar, solo recuerdo que lo único que hacía era un esfuerzo por salir a la carretera, pero me paralicé. Posteriormente, dos vecinos me auxiliaron y Armando huyó.

Creí que lo peor había pasado, pero no fue así. Tras mi denuncia ante las autoridades, el calvario siguió. Este fue apenas el punto de quiebre que me ha llevado a vivir todo tipo de violencia, incluso algunas que me han llevado a estar muy cerca de la muerte.

La deshonra del pueblo

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Ese mismo día mis padres supieron todo. Mi madre, Teresa García, quien es integrante de un grupo comunitario de artesanos, recurrió como primera intuición a Felipe Madrigal Jiménez, un hombre que se presentó como periodista y formó parte del colectivo. Pensábamos que nos apoyaría.

“Deberías estar agradecida de que alguien se fijó en ella, tu hija ya es una quedada”, fue su primera respuesta. Seguido de esto, aconsejó que lo mejor sería que me casara con mi agresor, que eso limpiaría mi nombre. 

Al otro día acudimos a denunciar. La fiscal que recibió mi denuncia me advirtió que sería un proceso difícil, que tendría que hablar y contar los hechos una y otra vez. Lo hice. Los meses pasaron y el 18 de mayo del 2023, once meses después de mi agresión, Armando fue detenido.

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Foto: redes sociales de Felipe Madrigal Jiménez

Pero su detención, lejos de resultar un alivio, se convirtió en una pena más. Felipe Madrigal Jiménez reunió a toda la comunidad y la puso contra mí, mi nombre fue escrito en lonas que fueron colgadas por todo el pueblo acusándome de mentirosa, hicieron spots de burlas a mi persona, que eran compartidos en grupos de Facebook y WhatsApp.

El Palacio Municipal de Ixhuatlancillo fue tomado por tres días y obligaron al alcalde a hacer una carta de buena conducta de Armando. Mi nombre fue voceado juzgándome por mi forma de vestir. Lo que sucedió en mi vida no solo fue un ataque físico y emocional, sino comunitario.

En mi comunidad, que es pequeña y donde todos nos conocemos, comenzaron a circular pancartas con mi foto, se gritaron acusaciones falsas sobre mí, se organizaron manifestaciones públicas en mi contra, e incluso se me culpó de ser una mentirosa. La presión y la humillación fueron tan grandes que tuve que cerrar mi cuenta de Facebook, pues era constantemente atacada en redes sociales.

 

El hostigamiento y el acoso fueron insoportables y, finalmente, me vi obligada a abandonar mis estudios, caí en depresión, no salí de mi cuarto por más de dos semanas, quería morirme, me arrepentí de haber hecho la denuncia. Dejé de priorizar mis metas y comencé a buscar refugio en el alcohol.

Quiero que sepan que crecí en un hogar con amor y lo que me sucedió terminó conmigo. Que, a mi corta edad, tengo ansiedad. Que no salgo porque siento que la gente murmura a mis espaldas. Que por las noches, cuando no concilio el sueño, vuelvo a recordar por qué me paso a mí esto.

Lo más doloroso es que, en lugar de encontrar protección, las autoridades municipales y estatales no actuaron de manera eficaz. Ni el presidente municipal ni el sistema DIF tomaron medidas para frenar los actos de odio hacia mí. Todos estos actos fueron públicos, a la vista de todas las autoridades, quienes tenían que salvaguardar mi integridad. Nadie hizo nada.

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Hoy le pregunto a las autoridades judiciales de qué me sirve que me asignen un número para que permanezca en anonimato mi nombre, para según salvaguarden mi integridad. Eso para mí solo fue una gran utopía, pues en la realidad no me protegieron.

“Tuve que huir de mi comunidad”

Los ataques continuaron. El 2 de noviembre del 2024, el sobrino de mi agresor intentó atropellarme con su automóvil, segundos antes me amenazó con que si acudía a ratificar mi denuncia me mataría. Cuando acudí con la fiscal especializada para contarle de los hechos ocurridos, me dijo que era un asunto independiente, así que puse mi denuncia ante la fiscalía de atención temprana y me asignaron un nuevo número, el 3058/2024. Ese mismo día tuve que huir de mi comunidad.

El 27 de noviembre del 2024 hubo otro ataque. Mi madre tuvo que acudir a la fiscalía a Orizaba a una audiencia que fue diferida. Cuando regresó a casa, se percató de que asesinaron a mi perrito Calderón. Lo mataron de una forma brutal, amarrándolo a un explosivo.

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Yo me preguntó ‘¿cómo puede haber gente tan cruel, sin alma?’ Si bien, hasta ese momento la vida había sido difícil, la muerte de mi perro nos destruyó más. Pero ahí no paró todo, mi agresor fue liberado ese mismo mes, la jueza desestimó todas mis pruebas y le otorgó la libertad.

Lo que ha seguido después de eso han sido más ataques, no puedo salir de mi casa porque mi agresor es mi vecino. Puso a toda la comunidad en mi contra, incluso a mi propia familia, que me ha dado la espalda, en específico a una tía que acudió ante la jueza como testigo de mi agresor y me revictimizó

Armando, cobijado por un pueblo misógino

La madre de Gabriela narra que la vida de su hija está en peligro. Aunque Gabriela intentó retomar su educación, las burlas y hostigamiento la llevaron a dejar la universidad y la depresión volvió.

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Gabriela no puede salir de su cuarto, ya no cuenta con ninguna medida de protección más que el amor de su madre y padre y el acompañamiento de la organización civil Equifonía, cuyas integrantes retomaron su caso para darle acompañamiento emocional y jurídico.

Armando está en libertad y, aunque la comunidad conoce su cometido, es cobijado por ser un hombre en una comunidad indígena ubicada en la zona centro del estado de Veracruz, donde el machismo y la misoginia son parte la vida cotidiana.