- Migrantes
Óscar migró de un pueblo olvidado en Veracruz y murió en accidente de Florida
Veracruz, Ver.- En un pueblo a dos mil metros sobre el nivel del mar, un niño sin nombre le dijo adiós a su padre.
El pueblo: Xaltepec, municipio de Tehuipango. El niño: un bebe de seis meses sin acta de nacimiento ni fe de bautizo. El padre: Óscar Temoxtle, fallecido en un accidente en Florida.
Solo unas semanas antes Oscar había prometido que volvería pronto, se despidió con un beso del recién nacido y de Iker, su otro hijo de cinco años.
Celia, su esposa, moría por decirle que no se fuera, que mejor se quedara y trabajaran juntos, pero sabía que en el pueblo no hay oportunidades.
La sequía, las pocas lluvias y el calor, acabaron con las pocas ofertas de trabajo como campesino en la zona, por eso Óscar se fue a Florida, donde el choque del autobús en el que viajaba le arrancó la oportunidad de ver a sus hijos crecer. Murió en una tierra que no era la suya, lejos de su gente.
“Y ahora ya nos quedamos solos (…) me sentí sola. Dije mejor que no te vayas, no le dije nada también y él estaba feliz, ‘ya me voy y me voy a regresar entre dos meses, tenemos que sacar adelante los niños´”, relata Celia en medio del llanto y con su hijo en brazos.
El pasado 14 de mayo, ocho personas fallecieron y varias más resultaron heridas, luego de que un autobús que transportaba trabajadores migrantes chocó con una camioneta, en el centro de Florida.
Entre ellos se encontraba Óscar, el cual dejó Xaltepec con la idea de juntar dinero para bautizar y registrar a su hijo, pagar la escuela de Iker y continuar con la construcción de su casa.
Hoy esa casa hace de refugio para el llanto y los rezos, la mayoría de los muros están sin repellar y la única luz es una vela junto a una Virgen María que custodia la foto de Óscar.
Desde las ventanas la vista es hermosa para el ojo que desconoce el contexto de la Sierra de Zongolica.
Uno podría engañarse y dejarse llevar por la estética de las casas en medio de los árboles de la montaña. Pero ese paisaje es el de los municipios más pobres de Veracruz, en donde el hambre cuesta la vida.
“Pronto lo vamos a poner todo, a sembrarle milpa´, decía ‘lo voy a traer y aquí lo voy a hacer otro casita, entonces vamos a poner ahí todo´ tenía un sueño”, recuerda Celia los anhelos de Óscar.
Estudiar, trabajar, migrar
Desde muy pequeño Óscar conoció lo que es el trabajo duro, cuando se nace entre la necesidad no hay otra forma de vivir; por eso, en secundaria mezclaba el estudio con la siembra de maíz.
Rogelio, padre de Óscar, es un hombre ciego y con solo una mano; el cual, pese a sus limitantes, le enseñó a su hijo como ganarse la vida
“Yo lo mandaba a la escuela que vaya a estudiar, a veces iba a veces no quería ir. Fue primaria, fue secundaria y solía trabajar”, recuerda Don Rogelio.
Por la misma pobreza Óscar creció acostumbrado a ver gente migrar constantemente; vecinos, parientes y conocidos dejaban su hogar atrás para buscar una mejor vida para su familia.
En Xaltepec, dice Efrén, primo de Óscar, es algo común que los habitantes busquen otros lugares donde se utilicen sus conocimientos en la siembra y el campo.
Muchos salen para pizcar o cosechar en otras partes de México o incluso en Estados Unidos.
Algunos regresan, otros no, pero todos buscan tener más dinero, porque en el pueblo no es fácil conseguirlo.
“Aquí la mayoría somos campesinos y salimos a buscar para sostener a la familia, buscar a otros lados y aquí en el pueblo casi no hay mucho trabajo, (…) toda la gente empieza a salir fuera a buscar por necesidad, por la familia, (…) aquí la mayoría las personas, como son unos chavos menores de edad, buscan otros lados, a buscar un sueño”, cuenta Efrén.
Por eso Oscar se fue, no era la primera vez que lo hacía, con su primera ida a EUA había logrado avanzar la construcción de su casa y apoyar a sus padres. Por eso confiaba en que no habría problema y que regresaría pronto.
Pero no fue así.
Volver a casa
Oscar no volvió, no hay dólares que ayuden a continuar la construcción de su hogar al que se llega por una pequeña brecha entre árboles y matorrales.
No hay dinero para bautizar a su hijo o para que Iker siga la escuela, ni tampoco para que su cuerpo regrese a casa, en un ataúd de madera al que su madre le llore y le diga adiós.
Necesitan apoyo, no solo momentáneo, sino algo a largo plazo que ayude a sobrevivir, quizá una beca para los niños y programas sociales para los padres de Óscar; una compensación por parte de la empresa y el registro de nacimiento del niño más pequeño; un pequeño bálsamo para el dolor del alma.
Celia también quiere llorarle, verlo, decirle que lo ama; las palabras se le atragantan entre el llanto y el dolor.
Las mujeres de la comunidad la arropan, tratan de consolarla, pero no son los brazos de Óscar, no son las palabras de ese hombre que le contaba sus sueños y que siempre reía.
En su mente sueña con escuchar una vez más “mami, ya llegue”, como saludaba Óscar al volver de trabajar, quisiera verlo platicar con Iker una última ocasión, pero sabe que no es posible, porque los muertos no hablan, porque solo saben decir adiós.
“Ya no va a ver cómo van a crecer nuestros hijos, me gustaría tenerlo aquí otra vez, pero ya no está, y ahora que ya no lo voy a ver nunca”, llora Celia.
Por eso esperan ayuda, que el gobierno apoye en la repatriación del cuerpo y poderle dar sepultura entre milpas de maíz y arboles de ciruela. Enterrarlo en tierra de pobreza, de esa que arranca la vida fuera de casa.