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Santa Clara, primera parada del viaje de despedida del comandante
Arturo Cano
La Habana. Las cenizas de Fidel vuelven sobre las huellas del comandante Castro. La primera parada, en la guerra de los símbolos que son las exequias del jefe máximo de la revolución cubana, ocurre en Santa Clara, donde Ernesto Guevara de la Serna gana, en los últimos días de 1958, una de las dos batallas que definen el fin de Fulgencio Batista (la otra es ganada por Camilo Cienfuegos en Yaguajay).
Cualquier cubano que uno topa en la calle puede contar la historia. Batista echa mano de su última carta y envía a su batallón de élite a partirles la madre a los barbudos que avanzan hacia La Habana. Les ordena ir hacia el oriente en un tren blindado. El Che Guevara usa maquinaria pesada para reventar las vías y ahí se acaba la historia (el siguiente episodio, largamente machacado por la historia oficial de la revolución, es Batista trepado en un avión con destino a Estados Unidos).
Al lado de esas vías están los vagones descarrilados y un memorial escultórico con un Che grandototote. En el escenario de la batalla de Santa Clara, el mayor logro militar del Che, que duró varios días, reposan por una noche las cenizas de Fidel, con homenaje militar y cantos juveniles, como será los siguientes días, de La Habana a Santiago de Cuba.
¿Hay algo de mayor peso histórico que cultivar una rosa en junio como en enero? Llegarán las cenizas de Fidel al destino que él mismo fijó y que decidieron respetar sus deudos: el cementerio de Santa Ifigenia, donde reposan los restos del poeta y héroe de la independencia José Martí.
Muy de mañana, las cenizas de Fidel dejan el escenario de la antigua y renovada guerra de los símbolos.
¿Y qué es La Habana sin ti, Fidel?, se diría, parafraseando una bella canción. Por lo pronto, Fidel se suma a los hombres muertos que caminan en los hombres vivos (echando a perder a José Carlos Becerra). Pero también se suma, y ya, a la iconografía que compartirá con Guevara y Cienfuegos en miles de estampas, cuadros, paredes, edificios.
Los íconos de la revolución no se moverán, al menos no por la voluntad de los fidelistas. Pero los edificios atestiguan el cambio ya muy evidente, sin choques sangrientos estilo Girón, pero imposibles de esconder. La multiplicación de negocios privados, las dos monedas (en todos lados, las mercancías tienen dos precios, uno en los dolarizados pesos convertibles y otro en pesos cubanos), la publicidad que se extiende poco a poco, van marcando el paso de la apertura.
Nadie, por ejemplo, hizo ruido alguno porque la muy reciente reabierta embajada de Estados Unidos siguiera con sus actividades normales. La fila de solicitantes de visas siguió ahí, igual que los expertos en el llenado de “planillas”, aunque en los negocios de enfrente no hubiese música ni alcohol, por la ley seca.
La televisión cubana comparte la escena para el mundo. Los hijos ya cincuentones –grandotes y calvos– que Fidel Castro tuvo con su compañera de vida, Dalia Soto, flanquean a su madre en el momento en que una pequeña urna, una cajita de cedro con sus cenizas, es colocada sobre un “armón”, un remolque que arrastra un jeep donde viajan el ministro y los dos viceministros de la Defensa. Al lado de Dalia Soto está el jefe de Estado y hermano de Fidel, Raúl, director de las honras fúnebres de quien compartió con él, literalmente, toda la vida.
Hay cosas que los hijos nunca aprendieron del padre. En Nicaragua, la esposa del primer mandatario es vicepresidenta. En Venezuela, la cónyuge del presidente es “la primera combatiente”. La decisión de Castro fue mantener su vida privada como tal. Aunque la señora Soto aparecía en las imágenes de muchos actos públicos, nunca fue presentada como primera dama ni nada parecido. “Es la primera vez que la vemos así, que vemos así a la familia”, dicen amigos cubanos que pelan tamaños ojotes en la retransmisión de las escenas.
Un jeep Waz, de fabricación soviética, es el vehículo elegido para el viaje de ochocientos y tantos kilómetros que separa a las dos ciudades mayores de Cuba, La Habana y Santiago.
En el arranque habanero viajan en el jeep el ministro de Defensa, Leopoldo Cintra Frías, jefe en la guerra de Angola, y los viceministros Joaquín Quinta Solaz y Ramón Espinosa Martín. Detrás de las vallas, los civiles.
Símbolos: la pequeña urna, más pequeña aún porque contiene los restos de un hombrón que rascaba los dos metros de estatura es de cedro porque Fidel creció en una finca rodeada de esos árboles, y dos militares la cubren con una caja de vidrio. La plataforma está llena de martianas rosas blancas y mariposas, como se conoce a la flor nacional. Le sigue una camioneta donde viajan la familia y los cercanos –Raúl Castro con su inseparable nieto que es una suerte de jefe de escoltas–, una ambulancia y dos vehículos militares más.
El bloqueo sobre ruedas
La “pura hipocresía” –Rafael Correa dixit– de juzgar la situación económica de Cuba sin mencionar el bloqueo marcha sobre ruedas en La Habana. Los tartanas de los 50 son taxis colectivos; un compacto Lada ruso de 1981 puede venderse en lo que costaría un Ford de mayor tamaño, nuevo, en México. Los únicos vehículos flamantes son los destinados al funcionariado, la diplomacia o el turismo.
Nada nuevo, con excepción de un cambio reciente. Las lanchas de los 50 han perdido los techos, porque cada día hay más descapotables pintados con colores pastel. “Ustedes no tienen idea de la profundidad del cambio”, dice Omar González, premio Casa de las Américas y personaje de larga trayectoria en la cultura cubana.
González conecta esa imagen que rueda por La Habana con la idea de que Estados Unidos pretende fijar la especie de que “aquí no ha pasado nada”. Volvimos y todo sigue igual. Una caminata por la capital cubana da una idea: los carrotes sin techo cargan por lo general a turistas estadunidenses con aspiraciones vintage.
El cambio, marcado por la guerra de los símbolos, está ahí: en el jeep soviético contra el Chevrolet 58 rosa pastel sin techo.
En la guerra de los símbolos, todo parece calculado. Y lo primero es la despedida del comandante en jefe.
Con información de La Jornada http://www.jornada.unam.mx/2016/12/01/mundo/023n1mun