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La fuga de El Chapo deja al gobierno en ridículo, publica El País
Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, el mayor narcotraficante del planeta, se ha dado a la fuga. Lo imposible ha ocurrido. El líder del cártel de Sinaloa, de 58 años, se ha escapado a las nueve de la noche del penal federal de El Altiplano, la cárcel de máxima seguridad donde las autoridades mexicanas concentran al averno del crimen. Para su huida, el narcotraficanteha utilizado un túnel hasta un domicilio ubicado a 1,5 kilómetros de distancia, han informado este domingo las autoridades. La fuga deja al Gobierno ante el más grave de los ridículos y pone en duda su capacidad para hacer frente a este esquivo y peligroso criminal. Su captura hace un año, considerada como un éxito sin precedentes en la lucha contra el crimen, se enfrenta ahora a su anverso. Y lo que es peor, a la natural sospecha de que pudo recibir ayuda desde el interior del presidio.
El último contacto visual con el capo se tuvo a las 20.52. Las cámaras de penal detectaron su presencia en la zona de lavado. Allí, siempre según la nota de la Comisión Nacional de Seguridad, los presos, además del aseo personal, limpian sus enseres. Al no reaparecer, los guardias acudieron a su celda. En una rueda de prensa, el titular de la Comisión Nacional de Seguridad, Monte Alejandro Rubido, señaló que en la estancia se encontró "un hueco de 50 por 50 centímetros y 1,5 metros de profundidad que comunicaba con un conducto vertical" y éste a su vez con el túnel. Las autoridades pusieron en marcha un masivo protocolo de seguridad. El aeropuerto de Toluca, en el Estado de México, donde se ubica la cárcel, fue cerrado. Cientos se policías fueron desplegados por la zona. A primera hora de la madrugada mexicana, el operativo no había dado ningún resultado.
La cárcel de El Altiplano forma parte de las leyendas carcelarias mexicanas. En sus 27.000 metros cuadrados se mezclan desde el alcalde Iguala, José Luis Abarca, hasta criminales como Servando Gómez Martínez, alias La Tuta, líder de los Caballeros Templarios; el despiadado Edgar Valdez Villarreal, La Barbie; Héctor Beltrán Leyva, El H, o Miguel Ángel Félix Gallardo, El Padrino, el padre de los grandes narcos, incluido El Chapo. Jamás se había escapado de ahí ningún preso. Considerado inexpugnable, el penal está sometido a vigilancia excepcional y, al menos en apariencia, impone a los presos a un intenso control. Este hecho ha motivado episodios como la carta firmada en febrero pasado por todos los grandes capos en la que se que se quejaban de sus “indignas e inhumanas” condiciones.
La huida de El Chapo derriba de cuajo este mito y vuelve a poner a las fuerzas de seguridad mexicanas en la situación previa al 22 de febrero de 2014. Ese día, los comandos de la Marina detuvieron al capo en el departamento 401 del Condominio Miramar, frente al malecón de Mazatlán, en Sinaloa. La captura puso fin a una larga e intensa búsqueda que se había acelerado una semana antes, cuando estuvieron a punto de atraparle en su casa de seguridad de Culiacán. Salvado por la puerta de blindaje hidráulico, que le dio unos minutos de oro, pudo huir a través de un pasadizo que desembocaba en las alcantarillas. Acompañado de su escolta, el teniente desertor Alejandro Aponte Gómez, El Bravo, decidió huir a los cerros de Sinaloa, el corazón de su imperio. Pero antes quiso ver a su esposa, Emma Coronel, y a sus hijas gemelas. Las pistas acumuladas y las intervenciones telefónicas (más de 100) permitieron a los fuerzas de seguridad localizarle. El Chapo entró en el hotel de Mazatlán en silla de ruedas, disfrazado de anciano. Cuando los comandos irrumpieron en la habitación, se había ocultado en el baño. Eran las 6.50. Sobre la cama quedaron una maleta rosa, un bote de champú y un montón de ropa desperdigada. Había sido arrestado sin un disparo.
La captura puso entre rejas a un narcotraficante que desde su rocambolesca fuga en 2001 era considerado prácticamente intocable. Guzmán Loera sólo había sido detenido anteriormente, en Guatemala en junio de 1993 en una operación bajo mando mexicano. En aquel entonces ya era un capo importante. Un hombre de orígenes paupérrimos y que escribía con dificultad, pero cuya sangre fría le había hecho prosperar a la sombra del líder del cártel de Guadalajara, Miguel Ángel Félix Gallardo, apresado en 1989 y que precisamente ocupa celda en El Altiplano. Tras esta primera detención en Guatemala, permaneció siete años en prisión, hasta que la noche del 18 de enero de 2001, ocultó en un carro de lavandería, se escapó de la cárcel de máxima seguridad de Puerta Grande, en Jalisco. Al menos 71 personas, entre ellas numerosos funcionarios, participaron en la fuga.
Fue entonces cuando empezó su verdadero ascenso. Rompió con sus socios y desató la guerra contra otros cárteles. A sangre y fuego su poder fue creciendo. No hubo límite en esta expansión. Se enfrentó a los temibles zetas, libró una oscura batalla en Ciudad Juárez, doblegó sin compasión a los cárteles más débiles. Abrió nuevas rutas internacionales para la cocaína. Sus años dorados fueron el infierno de México. Era la guerra. Y el Estado respondió con la movilización del Ejército. El país entró en estado de choque. Mutilaciones, decapitaciones, asesinatos en masa se volvieron moneda corriente, mientras en la cúspide del dolor, El Chapo acumulaba una fortuna que, según Forbes, le situaba entre los hombres más ricos del planeta. El niño criado en las estribaciones de la Sierra Madre oriental, el agricultor de modales torpes, se había convertido en el señor oscuro de América.
Su poder era excesivo. El Departamento del Tesoro de EEUU estableció que controlaba a lo largo de 10 países una red criminal formada por 288 empresas y miles de operadores. Y su capacidad letal, cristalizada en un ejército de sicarios, ponía en cuestión al mismo Estado. Una inmensa maquinaria se puso en marcha para someterle a la ley. Por ello, cuando llegó su caída, fue vista no sólo como un triunfo del Estado de derecho, sino como el principio de fin de la vorágine y el ocaso de una era, la de los grandes señores de la droga.
Bajo estas coordenadas, el Gobierno de Enrique Peña Nieto ha conseguido en dos años y medio acabar con los principales capos que simbolizaban este reto. El primero en caer fueMiguel Ángel Treviño, el Z-40, el hombre que pobló México de decapitaciones y que en sus orgías de sangre llegaba a comerse los corazones de sus víctimas. Luego llegaron muchos más, como Nazario Moreno, El Chayo, cabecilla de la narcosecta de Los Caballeros Templarios, su sucesor La Tuta, y en marzo pasado Omar Treviño Morales, el Z-42, capturado sin un tiro en una casa de San Pedro Garza (Nuevo León). Estos éxitos han sido presentados como una seña de identidad del Ejecutivo y han hecho creíble un combate que durante años se movió entre el escepticismo general. La fuga del penal de El Altiplano y sus más que previsibles repercusiones políticas, van a zarandear de firme estos logros. El Chapo vuelve a estar libre. El Estado mexicano se enfrenta, de nuevo, a su mayor enemigo.
http://internacional.elpais.com/internacional/2015/07/12/actualidad/1436683448_468552.html
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