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Arquidiócesis de Xalapa: odio, egoísmo y ambición principales males sociales
La Arquidiócesis de Xalapa pide que el país sea liberado del odio, el egoísmo y la ambición.
En su comunicado de este domingo, dijo que esta Semana Santa los fieles deben pedir a Dios, que “nuestro país se vea libre del odio, el egoísmo y la ambición que son los causantes de nuestros principales males sociales”.
José Juan Sánchez Jácome, director de la Oficina de Comunicación Social Arquidiócesis de Xalapa dijo que “queremos contagiarnos del espíritu del crucificado para volver a creer en la capacidad transformadora del amor”.
Dijo que los cristianos han superado el escándalo y la locura que producía la cruz de Cristo entre judíos y griegos, respectivamente.
Sin embargo, “el entorno político y social que estamos viviendo de divisiones, descalificaciones, pobreza, desempleo, corrupción, pérdida de valores y violencia muchas veces nos hace dudar de la victoria de Dios sobre el pecado del mundo”.
Acontinuación, comunicado íntegro:
Hay que contagiarnos del espíritu del crucificado para volver a creer en la capacidad transformadora del amor
La cruz es el símbolo fundamental del cristianismo que explica gran parte de nuestra religión y nos remonta a los fundamentos de nuestra fe. Se ha llegado a convertir no solamente en un símbolo religioso sino también en un símbolo cultural. La cruz nos da identidad y la ocupamos para invocar la presencia de Dios. La cruz también es un signo amigable y de protección.
Sin embargo, los datos históricos y algunos escritores clásicos confirman la mala reputación que tenía la cruz en los ambientes donde se aplicaba como un instrumento para ajusticiar a los rebeldes, a los ladrones y particularmente a los esclavos.
Por eso, de acuerdo a la afirmación de san Pablo, para el mundo judío resultaba escandaloso anunciar a un Dios que murió ajusticiado en la cruz. Y para el mundo pagano era una locura, una necedad, anunciar a un Dios que muere en la cruz. Textualmente dice san Pablo:
«Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, más poder y sabiduría de Dios para los llamados, ya judíos, ya griegos» (1Cor 1,22-24).
Jesús fue llevado al suplicio de la cruz que estaba reservado para los esclavos, criminales y rebeldes. Murió solo, abandonado por sus discípulos y traicionado por uno de ellos; fue cruelmente flagelado y fue objeto de burlas y desprecios.
En cambio, los hombres más ilustres y cercanos a Dios, en el mundo hebreo, morían cubiertos de honores y al final de una larga vida. Y, en el mundo griego, el sabio enfrenta la muerte con serena firmeza. La muerte de Jesús no tiene nada que ver con este perfil; de ahí que sea un escándalo y una locura anunciarlo como el Mesías, como el salvador.
En efecto, los Evangelios testimonian cómo en la cruz se burlaban de muchas maneras de Jesús: «¡Vaya! ¡El que derriba el santuario y lo edifica en tres días! ¡Baja de la cruz y sálvate!... Ha salvado a otros y él no se puede salvar. ¡El Mesías, el rey de Israel! ¡Que baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos!».
La escena parece situarnos frente a un Dios sin poder, lo cual a más de uno le sonará a blasfemia, pero eso es lo que se ve en el crucificado.
Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso...», decimos en el credo. Pero ¿en qué consiste su poder? Ciertamente, el poder de Dios no es como el de los poderosos de la tierra que pueden determinar o modificar la libertad de los demás. El Padre no cambia el curso de los acontecimientos que los hombres, en el uso de su libertad, han decidido; no fuerza la libertad de los hombres, ni siquiera para que éstos sean buenos.
Dios es amor, sostiene san Juan. Y ése, el amor, es su poder. Y de ese poder sí está llena la figura del crucificado. Sus contemporáneos no fueron capaces de descubrirlo: todos los que lo increpan al verlo clavado en la cruz pretenden que Dios anule lo que los hombres han hecho para que, demostrado así su poder, puedan creer en Jesús. No alcanzaban a entender que el amor ya estaba haciendo posible la salvación.
Quizá también a nosotros nos resulta difícil creer que el amor puede transformar el mundo. Sin embargo, conocemos por experiencia la fuerza del amor: si se apodera de nosotros nos cambia la vida, y cuando se hace norma de convivencia de un grupo, transforma su forma de vivir. Si lo dejáramos organizar el mundo en lugar de que siga estando en manos de la fuerza y del poder, ¡cuántas cosas cambiarían!
Los cristianos hemos superado el escándalo y la locura que producía la cruz de Cristo entre judíos y griegos, respectivamente. Sin embargo, el entorno político y social que estamos viviendo de divisiones, descalificaciones, pobreza, desempleo, corrupción, pérdida de valores y violencia muchas veces nos hace dudar de la victoria de Dios sobre el pecado del mundo.
Por eso, estos primeros días de la Semana Santa queremos dirigir nuestros ojos al crucificado para pedirle al Señor que nuestro país se vea libre del odio, el egoísmo y la ambición que son los causantes de nuestros principales males sociales. Queremos contagiarnos del espíritu del crucificado para volver a creer en la capacidad transformadora del amor.
Pbro. Lic. José Juan Sánchez Jácome Director
Oficina de Comunicación Social Arquidiócesis de Xalapa