• Cultura

Carta de un pescador a su hijo, años después de un naufragio

  • Juan Eduardo Flores Mateos
"...te voy a confesar lo que nunca te dije, era un tiburón de tres metros".

Querido Gonzalito:

Recuerdo que cuando te llevé ese día de julio a pescar conmigo, como otras veces, tenías diez años, estabas gordito y parecías un elefantito. No me gusta recordar ese día, porque no es agradable para mí, pero ahora que has salido del Tecnológico como ingeniero no queda más que decirte que eres un gran muchacho y que llegarás lejos.

Me da una tristeza recordarlo, luego sueño feo, sueño que te pierdo para siempre, esa tarde de julio, tu tío Guillermo y yo te subimos a la lancha, contentos. Ya estábamos a 15 millas naúticas mar adentro cuando el norte nos agarró.

Estábamos sacando buen producto cuando comenzaron los relámpagos y los vientos fuertes como una turbanada. Y luego vinieron los truenos que azotaban el cielo y parecían caer sobre nosotros.

Eran como las seis de la tarde y la lancha ya se mecía de un lado a otro fuerte. Como sacamos buen pescado cometimos la tontería de no querernos regresar. Veníamos cargados con huachinango y negrillo, hasta que se puso más fea la marejada y el mal tiempo, entonces quisimos regresarnos.

Nuestra lancha pequeña no aguantó lo fuerte de las olas cuando le jalamos pa´l muelle. No sabes lo que sentí en ese momento en que una ola de cuatro metros amenazó con impactarnos.

Con esa ola no pasó nada, pero el agua formaba como un hoyo, quisimos ir más rápido, deshacernos del mar cuanto antes y llegar a tierra pero una marea cruzada nos dio con todo, volteando la lancha, caímos boca abajo.

Sentí miedo de perderte. En ese momento me olvidé del tío Guillermo, y en mi cabeza sólo deseaba que estuvieras bien. Al salir a flote, empecé angustiarme porque no te veía, sólo sentía como las olas venían hacia mí.

Comencé a gritar tu nombre y pensé lo peor, veía agua y más agua y más agua y gritaba ¡Gonzaliiiiiiiiiiiiito! y sólo escuchaba el sonido de las olas.

Pero te vi, ahí estabas a flote a unos treinta metros de mí. Te di alcance y te abracé y te besé la frente. Fue entonces que recordé ‘¿dónde estará mi hermano, dónde quedó la lancha?’

Te comencé a jalar cuando te dije que me agarras del cuello y fue que a unos sesenta metros descubrimos a tu tío, que desesperado por llegar a tierra braceaba rápidamente.

“Vente para acá, hermano, hay que buscar la lancha para regresar”, y entonces tu tío me hizo caso. La descubrimos a lo lejos, y la alcanzó. Le dije que me la detuviera para que yo también le diera alcance.

La lancha estaba todavía boca abajo. Al llegar le dije que me ayudara contigo y te subimos a la panza de la lancha. Tú tío se puso adelante, en la proa, y yo atrás en la popa para equilibrar el peso.

Eran como las ocho y media de la noche, hijo, no se veía nada. Y luego pasó algo que no se lo deseo ni al peor de mis enemigos, pues viste que algo se movía debajo de nuestros pies.

Tú pensaste que era una camiseta, pero te voy a confesar lo que nunca te dije, era un tiburón de tres metros. Las señas que hicimos tu tío y yo no fueron más que para avisarnos de que era uno de ellos. Nos cagamos de miedo.

Afortunadamente lo que habíamos pescado sirvió de alimento para el tiburón. El tiburón nos ignoró por completo. Pero el miedo de perderte en ese momento, hijo, de sentir esos terribles dientes cayendo sobre nosotros, fue el miedo más horrible que sentí en toda mi vida y que ni juntando todos los malos sueños del mundo podría compararse con eso.

Tuvimos que enconcharnos varias horas hasta que se fuera. Luego deseé con todas mis fuerzas que alguien llegara a rescatarnos. Y luego te decía, “hijo, ¿lo que se escucha ahí es un motor?” Y tú, “no papá, no escucho nada”. Y en efecto no era nada, sólo mi desesperación porque llegara un héroe por nosotros.

Después de un buen tiempo me dijiste “creo que ahí viene alguien” y llegó un pescador muy viejo, barbón. Cuando me quise acercar me amenazó con arponearme. Le pedí que te llevara a tierra y que no importaba que a nosotros nos dejara. Te subió a su lancha, no sé si lo recuerdes hijo, y luego nos aventó una cuerda con la que nos jaló.

Al llegar a un bajo que se llama La Bolsa, el señor nos dejó y nos dijo “Yo ya no puedo continuar más, díganle a esos pescadores que los lleven a tierra” y luego desapareció entre la noche. Gritamos y luego llegaron esos pescadores y fue que llegamos a tierra.

No sé qué hubiera pasado, hijo, si no hubiese llegado contigo a casa, de pensar que ya jamás ibas a ver He-man, Tom y Jerry, tus caricaturas preferidas en nuestra sala. Y al pescador jamás lo volvimos a ver, pregunté un montón de veces y nadie pudo recordarlo.

Cuando uno de los pescadores me dio el ride a casa en su moto y se me aventó tu madre preguntándome por ti, pensé en mi cabeza “yo me hubiera suicidado si él no hubiera llegado conmigo, ¿con qué cara iba a mirarla sabiéndome culpable de tu muerte?”

A partir de ese día, ustedes, mi familia, ya no me acompañaron a pescar más. Tú no lo sabes, hijo, pero ahora a mis setenta años sigo teniendo pesadillas contigo, de ese mal día, de ese día que me hace llorar bastante y del que me arrepiento mucho.

Y ahora que veo este mar, tan bonito en el que me sigo adentrando a su piel de atardecer, y pienso sobre mañana, que te irá muy bien en el trabajo.

Tu papá, Bolio