Duarte y la deriva

  • Jorge Morales

El espectáculo patético en el que se ha visto envuelto el gobernador Javier Duarte de Ochoa en los últimos días, acorralado y aborrecido por la opinión pública generalizada, incluso a nivel nacional, cada vez más hastiada y enfurecida por sus torpezas y abusos, en el ejercicio del poder, no deja de ser una evidencia de cómo se ha ido empalmando, al paso del tiempo, con una exactitud desconcertante, el escenario de una desastre anunciado al final de su administración, como secuela emprendida por Fidel Herrera un sexenio anterior.

Desde el inicio de la misma, paso a paso, día tras día, el gobernador ha cincelado, con una paciencia y obcecación sin parangón, sin ayuda de por medio y por mérito propio, apenas aupado por su predecesor, el naufragio de un gobierno que se colapsa, no sólo en lo económico, financiero, político, sino en uno de los ámbitos más sensibles para la sociedad: la seguridad, que lacera especialmente al gremio periodístico.

El reciente asesinato de Rubén Espinosa, si bien ocurrido en el Distrito Federal y aparentemente por razones ajenas al ejercicio periodístico, según los resultados preeliminares de las investigaciones, no puede sustraerse, y mucho menos desvincularse, del escenario veracruzano como se ha pretendido, inútilmente, hacer creer desde la atalaya de opinadores mas o menos interesados.

Porque nada de lo ocurrido puede explicarse sin el efecto boomerang que se ha producido como consecuencia directa del discurso cínico, bobo y autocomplaciente, de que Veracruz es un remanso de paz y estabilidad, en el que se prodiga justicia,  y se respeta la libertad de expresión, envuelto en una burbuja que se estrella palmariamente contra el muro de la realidad.

Javier Duarte, quiso, en un afán desesperado, ser temible y temido, antes que amado, a la deriva en un autismo egoísta alimentado por su corte de corifeos, apoyándose en la fuerza bruta de una aparato policíaco y paramilitar, que trasmina corrupción, podredumbre y violencia, y sembró odios y rencores, pero sobre todo, fama.

Esa que ahora se le revierte y se le ha venido encima como un alud de repudio.

Y todo esto no pasaría de ser ridículo y hasta anecdótico si no fuera porque sus consecuencias son tangiblemente funestas.

La herencia y la cauda de muerte detonada por la clase en el poder -y de todo un sistema corrupto que lo arropa-, temo decirlo, no se apagará ni hoy, ni mañana, ni al finalizar su sexenio.

Pero cada muerte absurda será un oportunidad para desandar el camino y lo mejor es empezar mientras podamos, en la trinchera que nos toque, esperanzados en que el futuro promisorio de un país democrático, con justicia, sólo será obra material de la fe, del sacrificio y esfuerzo, que abriguemos en nuestros corazones.