Construcción de consensos

  • Fidencio Aguilar Víquez
Un político no sólo tiene que escuchar al pueblo, sino sentir con él para que realice sus justos des

Un querido amigo del CISAV, Rocco Buttiglione, me hizo algunos comentarios de mi artículo: “La política, ¿en manos de quién?”. En el mismo, proponía yo —como tercera parte de mi texto— los cinco puntos que todo elector bien informado debería tener en cuenta al valorar a los políticos de los diversos partidos que pretenden un cargo de elección popular. Como son relevantes dichas observaciones, se las comparto al público lector. Para ello, enuncio esos puntos, a fin de tener presente los motivos de los mencionados comentarios.

1) La búsqueda y construcción de consensos; 2) Credibilidad; 3) Objetivos claros; 4) Resultados consistentes; y 5) Presentarlos en tiempos adecuados. Para ello, el político (uso el singular como forma idónea) debería contar con sus respectivas cualidades: 1) Inteligencia; 2) Voluntad política; 3) Capacidad de comunicación; 4) Pericia técnica; y 5) Ganas de trabajar.

La observación de Buttiglione consistía en “trabajar más el tema de la construcción del consenso.” Luego explicaba a qué se refería.

Antes de citar sus palabras, quiero exponer exactamente qué estaba yo pensando cuando enunciaba el punto 1), respecto a la búsqueda y la construcción de consensos, para lo cual se necesita que el político tenga inteligencia práctica. Pensemos e imaginemos el origen de la política como la capacidad para resolver los problemas de una comunidad; porque en el fondo eso es la política. En principio, siempre hay problemas que nos afectan. No sólo como individuos, sino como integrantes de una comunidad.

Existen diversas formas de resolver los problemas en una comunidad. Así ha ocurrido desde que los seres humanos viven juntos hasta nuestros días. Una forma de resolverlos es siguiendo la ley del más fuerte, por la fuerza. Desde la época de las hordas hasta las sociedades más complejas puede imponerse el garrote. Otra forma es la conveniencia: lo que se obtiene, se reparte entre los involucrados, no necesariamente en beneficio de la comunidad. La más difícil de las formas es lograr el consenso: porque hay que mirar la verdad, reconocerla y razonar.

En efecto, para lograr convencer a los demás, al interlocutor, es necesario argumentar, apelar a las mejores razones para resolver de la mejor forma los problemas. Imaginemos los albores de la humanidad. Los problemas de supervivencia eran cotidianos. Los grupos humanos peleaban entre sí por el alimento, por las tierras, por las mujeres. La ley de la selva era lo que se podía apreciar. Hasta que un día, en que el más fuerte estaba a punto de lanzar el golpe, su interlocutor lo detuvo con la palabra y lo convenció de que se sentara: “Hablemos, le habrá dicho, juntos podemos cazar al mamut; nuestras tribus comerán.”

Así nació la política. Es muy probable que lo haya hecho no quien tenía el garrote más grande (o sea, el poder), sino quien estaba convencido de que unidos —el que tenía el poder y el que tenía el argumento— podían resolver el problema: protegerse de la amenaza, conseguir el alimento, etcétera. La palabra, el argumento, la razón hizo que el poder fuese puesto al servicio de la causa común. Desde entonces hasta nuestros días, eso sigue ocurriendo; a veces prevalece el poder —como en nuestros días—, a veces la razón. Aunque siempre, aun prevaleciendo el poder, se necesita de la razón para que aquél se legitime.

De suerte que la razón —el logos— está en el origen de la política, ya sea como palabra, argumento o verdad. Desde luego, también está el poder como capacidad de obtener lo que se pretende. Pensemos cómo los seres humanos —mediante la observación minuciosa de los fenómenos naturales, la lluvia y el viento, por ejemplo— imaginaron e idearon la forma en que podían llevar el agua acumulada de un lugar a otro. E inventaron el molino de viento. Eso, finalmente, es el poder. Las energías naturales son manejadas por la capacidad racional humana. Cuando esas energías son las humanas —psicológicas o sociales—, estamos ante otro tipo de poder. Como se aprecia, la razón está en el núcleo mismo tanto del poder como de su manejo político. Hasta cierto punto ahí radica la paradoja de lo político.

En las sociedades más complejas también se mantiene dicha paradoja. Decía yo, a veces prevalece el poder sobre la razón, a veces hay destellos de la razón en la dinámica política. Ciertamente, los modelos de sociedad contemporáneos, donde los derechos humanos son relevantes, de repente parece que prevalece la razón; es decir, tales derechos en cierto modo son una conquista de la razón —que descubre y manifiesta la verdad de la dignidad humana—; pero se oscurece dicha conquista cuando el poder avasalla a la razón.

Bien, pues es importante para el logro de los consensos, que el político sea inteligente en el sentido de que conozca la dinámica de la paradoja antedicha. Para que genere consenso es preciso que argumente, lo cual significa que conozca los problemas y sepa cómo pueden resolverse, o cuáles son las posibilidades para hacerlo. Bien, pues paso a las observaciones de Buttiglione.

“El político en el sentido de Cicerón es el filósofo que sabe hablar al pueblo a partir de la cultura del pueblo, explicándole la situación existente y los caminos posibles hacia el bien común. Por eso debe compartir la cultura del pueblo y releerla a la luz de la verdad. Eso lo diferencia del demagogo que corrompe la cultura del pueblo para ganar el poder.”

Ahí está el primer punto: No sólo se trata de hablar al pueblo con la cultura y el lenguaje del pueblo, sino hacerlo desde la verdad. La verdad es lo que diferencia al político —al buen político— del demagogo. El demagogo es incluso el sofista: aquel que, aunque hable bien y bonito, no le interesa la verdad. La verdad es imprescindible para la política. Continúa el filósofo italiano:

“Me parece que el político de tipo nuevo debe juntar tres cosas: la búsqueda de la verdad; la capacidad de hablar la lengua del pueblo y ver la realidad desde el punto de vista del pueblo; y la capacidad técnica de realizar los justos deseos del pueblo.”

A mi modo de ver, la primera y tercera cosas que plantea nuestro amigo resumen —de mejor manera— los cinco puntos que planteé en el citado artículo. Y añade, en la segunda cosa que señala, algo relevante para el político: que no sólo tiene que escuchar al pueblo, sino sentir con él para que —con la pericia técnica— realice sus justos deseos. Con lo anterior, me parece, podemos mirar a los políticos que saltan al escenario a buscar el voto popular. Así veremos si realmente, a partir de la verdad, quieren resolver los problemas del pueblo o si, como los demagogos, sólo les interesa el poder, aunque —con voz meliflua— pretendan hablar a nombre del pueblo.