Entre el bien y el mal

  • Jafet R. Cortés

Transitando por el pantanoso terreno de lo moral, buscando no tropezar con mis propias palabras y que me sentencien a purgar penas en alguno de los tantos infiernos colectivos que existen, he decidido hablar sobre el bien y el mal.

La humanidad es igual entre sí, pero también es distinta. De cierta forma vivimos entre dos mundos que convergen y divergen mientras decidimos qué camino seguir o somos arrojados sin sutileza por las circunstancias hacia alguna de todas las rutas, sin que podamos hacer mucho al respecto.

La toma de decisiones es una arista que nos hace diferentes, y en sí, la vida humana podríamos definirla como la constante y perpetua necesidad de elegir, sean o no difíciles de asimilar las consecuencias que trae consigo todo esto.

En algunos casos, lo anterior se manifiesta de manera muy simple a través de dicotomías entre blanco y negro, bueno y malo, correcto o incorrecto; en otros, todo se complica y se vuelve difícil ver con claridad, entre tantas tonalidades, tantos matices, teniendo que tomar en cuenta tantos paréntesis.

Desde el púlpito de la comodidad, la especie humana juzga las decisiones y vidas ajenas, asegurando que, de estar en su lugar habría llegado un resultado mejor y jurando que bajo esas circunstancias –en caso de ser decisiones difíciles- habrían hecho lo correcto. Suposiciones tejidas desde el lujo, dictadas por el verdugo de la superioridad moral que habita dentro.

¿Qué nos define como buenos y malos?, por una parte podrían ser nuestras decisiones, juzgadas por la balanza moral de la media colectiva. Dependiendo de la sociedad en la que nos encontremos ocuparemos un rol distinto en el tablero, bajo los términos en los que definen estos dos conceptos.

En estos momentos recuerdo una plática universitaria entre amigos, que versaba sobre mi molestia al preguntarme sobre el por qué la gente que le hacía daño a los demás y si eran conscientes de lo que provocaban. Un comentario ajeno aterrizó como una solución tajante a mi cuestionamiento, explicando que no podía pedirles a dichas personas que hicieran algo diferente y bueno, porque en realidad eran “humanos poco evolucionados, salvajes”, de ahí venía su falta de consciencia por lo que pedirles bondad, era pedirles mucho.

Sonaba coherente, mostrar la mejor versión de nosotros, la que pudo ganarle al narcisismo y consumar un “acto humanitario”, ante el barbarismo que significaría no haberlo hecho. Por un tiempo consideré esa postura como cierta, que situaba a la bondad como un reflejo de la evolución de la especie humana. Una falacia más.

NATURALEZA HUMANA

Después de todo lo que la humanidad ha vivido desde el principio de los tiempos, la discusión clásica de que si somos malos o buenos por naturaleza, se vuelve estéril.

Somos ambas caras de una misma moneda, seres imperfectos que se deslizan cotidianamente entre el bien y el mal, cielos e infiernos, entre el horror cósmico y la creación de nueva vida.

Anhelamos soñar con nuestros deseos más profundos, pero huimos de aquellas pesadillas que reflejan nuestros miedos; buscamos placer, evadiendo el dolor que traería consigo disfrutarlo; volvemos invisible una parte del todo negando su existencia o recriminando su papel en la realidad.

Nuestra naturaleza es así. Negar que la vida y la muerte convivan en un mismo acto; condenar al invierno por su ausencia de flores, y presentar con trompetillas la llegada de la primavera por tenerlas; rechazar que el vicio y la virtud, la guerra y la paz, lo bueno y lo malo formen parte nuestra como humanos.

Prueba viva de lo anterior está en la ciencia, en los grandes avances tecnológicos han llegado a través de la creación humana. Investigaciones para generar energía y beneficiar al mundo, terminaron convirtiéndose en armas letales que cobraron millones de vidas en nombre de la guerra y del poder; campos de concentración creados para refugiar civiles, se convirtieron en genocidio; aviones que fueron soñados para hacer volar a la humanidad, transformados en bombarderos.

“El hombre es el lobo del hombre”, pero no sólo somos eso, también somos la otra cara de la moneda, la virtud de ayudar y buscar el bien común, así como lo es crear arte, cultura, dar vida.

Nuestra naturaleza es ser imperfectos, estar rotos, sumirnos en la búsqueda cotidiana de mejorar. Ambivalencia que nos hace humanos, dándonos la constante y perpetua posibilidad de decidir qué hacer, crear o destruir, hacer la guerra o promover la paz, ir por un camino o tomar el otro.

Entre el bien y el mal, la humanidad se desliza. Frente a las circunstancias que tenemos delante, surge una batalla cotidiana por decidir, sean o no difíciles de asimilar las consecuencias que trae consigo hacerlo.