Nada es para siempre

  • Jafet R. Cortés

La mayoría del tiempo nos quejamos de que lo bueno dura poco, desde una visión enceguecida de la realidad que nos come las ideas; una postura tan absurda que nos visualiza como seres inmortales, cuestión que no puede ser más falsa.

Pero, por qué rayos creemos que los buenos momentos deben durar para siempre, si nuestra vida humana –mortal e imperfecta- no lo es. La existencia de una persona, se puede acabar en cuestión de segundos, como un suspiro.

Las ansias de futuro, nos enclavan en una proyección ficticia del ahora, que nos hace condenar -la mayor parte del tiempo- a todas aquellas actividades que en nuestra perspectiva duren poco. Lo que no logramos descubrir a la primera es que con este pesado y tortuoso miedo de vivir, se nos está yendo la vida.

Exigimos como requisito que todo dure para siempre. Ajustamos la conceptualización de ese “para siempre” a nuestra mortalidad, y lo hacemos con todas y cada una de aquellas actividades que no queremos que terminen nunca.

Desde esa postura buscamos el amor y le llamamos “amor de mi vida”. Lo más doloroso -en ocasiones liberador- es reconocer que todo tiene un final, y que muchas veces no es el que tanto deseamos, sino el que tiene que ser.

Alguna vez escribí que el amor presenta movimientos muy naturales: cuando menos lo esperas, llega; cuando menos lo quieres, se va.

Más que lo anterior -que sigo reconociendo como una verdad-, quizás debemos aderezar la fórmula a partir de nuestra mortalidad. Por una parte, para reconocer que toda declaración de amor es urgente, porque sencillamente nos vamos a morir; y para saber con certeza que el hecho de que se vaya aquel amor que considerábamos “de nuestra vida”, podría representar una señal ineludible de que quizás tengamos que cambiar de vida, para que llegue un nuevo amor.

Aceptar que todo en algún momento va a terminar, no significa actuar desde el pesimismo, pensando que todo saldrá mal; sino reconocer que tenemos el tiempo limitado, y así, exprimir cada momento de felicidad hasta la médula.

Nada es para siempre, y nuestra vida –como todo- dura lo que tiene que durar, ni más ni menos. Eso convierte al tiempo que pasamos con vida en un conjunto limitado de nano-instantes, pequeños momentos del todo que se van yendo de nuestras manos, mientras buscamos postergar lo que más podamos aquel desenlace sin retorno.

El tiempo es relativo. Tres horas platicando con alguien pueden irse volando, al igual que tres horas escuchando a un ponente describir sin alma un tema -por demás tedioso-, pueden parecer toda una vida. Tres minutos plagados de besos -cortos, pronunciados, profundos, entre mordidas que desatan pasiones, cariño, deseo- pueden hacer las paces con el tiempo un rato, detenerlo; al igual que tres minutos pueden significar la diferencia entre llegar con vida o no a un hospital.

Que sea relativo no quiere decir que podamos hacer nuestra voluntad con él; todo tiene un límite, una fecha de caducidad. A lo que hemos aspirado siempre como humanidad es a romper las leyes naturales en nuestra búsqueda por trascender, volvernos inmortales a través de las historias que van pasando de boca en boca las personas que pudimos llegar a tocar; a través de lo que llegamos a escribir, las obras que pudimos componer; así como nuestro legado genético, aquellos rasgos característicos que heredamos de manera generacional.

Con una exactitud que muchas veces nos aterra, todo dura lo que tiene que durar, ni más ni menos. Es por ello que debemos abrazar la trama, amarla, y olvidar siquiera por un instante que todo tiene un final; debemos amar el ahora desde su mortal esencia que nos invita a vivir, y no solo seguir con vida.

 


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