Llegamos tarde

  • Carlos Spíndola
Si algo puede definir a México, seguro que no es la vanguardia

Si algo puede definir a México, seguro que no es la vanguardia. Porque México, desde que acallaron los españoles hace 500 años, ha sido un puerto sui generis, en el que se dice que todo llega tarde y mal. Así nos convertimos en un país anacrónico, independiente del progreso mundial, corremos tras él, pero nunca le llegamos al paso. Ni la ambición del progreso de Porfirio Díaz, ni la visión del desarrollo tecnológico e industrial de la política de los años cuarenta y cincuenta alcanzaron para llegar a tiempo a esa carrera desfasada de los países llamados primermundistas y de ese mito moderno del progreso. En cambio, la desventaja la hemos tomado mal, porque queremos estar a cómo dé lugar en el festín del primer mundo: comer como ellos comen, ensuciar como ellos ensucian, enseñar como ellos enseñan, consumir lo que ellos consumen. De este modo, nos convertimos en una parodia del primer mundo, con usos y costumbres.

En México siempre se conserva algo de anacrónico, estampas que perviven al paso del tiempo, historias que nos sitúan fuera de la dinámica global, como si fragmentos de nuestra historia se quedaran detenidos para siempre, para siempre porque, como en la concepción griega del tiempo, los ciclos vuelven a repetirse una y otra vez. Esto es posible apreciarlo en una de las recientes propuestas que la casa productora Vice y el productor Diego Enrique Osorno han llevado a la plataforma Netflix a través de la miniserie 1994. Año caótico y paradigmático de la vida política y cultural de México, el ´94 marca un hito en la historia contemporánea de nuestro país. El polémico gobierno del entonces presidente en turno Carlos Salinas de Gortari, la entrada de México al mercado neoliberal con la firma del Tratado de Libre Comercio entre los países de América del Norte, el levantamiento armado del EZLN en la serranía chiapaneca, los magnicidios de Colosio y Ruíz Massieu, la caída en picada del peso durante la crisis conocida como “el error de diciembre” a la entrada del gobierno zedillista, son apenas algunos de los acontecimientos que volcaron la vida nacional aquél año.

En apenas cinco capítulos de cuarenta y cinco minutos, Osorno resume una historia llena de giros y desencuentros en la tierra de los sobrevivientes. Como si se tratase de una novela de detectives, el narrador expone y une cabos que desenlazan casi siempre en tragedia. Como un fatídico efecto mariposa, en el que hasta las acciones más lejanas repercuten en una historia colectiva compleja que es conformada, a su vez, por miles de millones de historias individuales. Testigos y actores polémicos de aquel año se reúnen para dar su versión de los hechos y rendir el recuento de los daños: en el documental se presentan interesantes entrevistas al mismo Carlos Salinas, a su hermano Raúl, al ex subcomandante Marcos (ahora Galeano), a Alfonso Durazo y a varios peritos involucrados en el caso Colosio, el cual sirve como punto de partida. Según Osorno, premio nacional de periodismo, se consultaron miles de fuentes oficiales y extraoficiales para la realización de esta mini-serie.

Como todo hecho histórico en el que caben las interpretaciones, la ejecución de esta obra ha dado mucho de que hablar. En redes sociales se ha polemizado sobre la intención de este documental e, incluso, se ha visto en este un lavamanos del gobierno salinista que, con maestría y astucia, resulta hasta inocente y víctima de los acontecimientos del noventaicuatro. Sin embargo, no por esto la obra documental pierde en algún sentido su valor de archivo histórico, porque incluso los “enemigos públicos”, a quienes ha señalado la historia, tienen su derecho a réplica. Lo que no cabe duda, es la ejecución maestra con la que se presenta el documental, digno de una historia surrealista. La reproducción de archivos, videos, entrevistas, imágenes, nos meten sal en la herida que supura y que difícilmente cerrará, porque seguimos respirando a través de esa herida, quizás, porque somos esa herida.

El México de López Obrador, en el que por primera vez ha ganado un partido abiertamente de izquierda, no se puede pensar sin antes tener presentes los acontecimientos del pasado, o de eso que llamamos pasado, porque, sin duda, ese pasado sigue siendo. En el 94 yo tenía dos años, ese país convulso de entonces me formó, no obstante, los hechos de entonces parecen repetirse en un espiral sin fin, los mismos errores, las mismas crisis, los mismos asesinatos aunque con diferentes rostros. Parece que nada ha cambiado desde hace 25 años. Necesito entender aquellos años, aquella historia, para comprender el México convulso de hoy. Cuando uno termina de ver el quinto capítulo de la serie de Osorno, el capítulo “final”, comprende que vivimos la continuidad de 1994, como el país anacrónico y cíclico que somos, en el que no podemos escapar a esa vocación de resistencia y rebeldía histórica.

México es el escenario en donde el tiempo conserva incorruptibles algunos actos que se reproducen cada cierto tiempo y que para poder avanzar hacia delante es muy necesario comprender a fondo nuestro ser del pasado.  Recuerdo algún texto de José Lezama Lima en el que, hablando de Latinoamérica se pregunta sobre si llegaremos a tiempo al progreso mundial. No lo sé, sin embargo, ni siquiera creo que esta sea la cuestión relevante, porque no se puede llegar al progreso sin comprender quiénes somos, nuestra historia, nuestro pasado que es una misma cosa con nuestro presente, como dice aquella máxima popular: no se trata de llegar primero sino de saber llegar. Salir de este círculo de vicios, de los vicios añejos que asfixiaron el 94 requiere de virtud, pero también de mucha conciencia histórica para no volver a repetir los errores del pasado, como lo hemos hecho todos estos años en una especie de condena irremediable. Saber llegar, en este caso, implica un esfuerzo por comprender nuestro trayecto histórico, aunque lleguemos tarde.