Veracruz: El derecho de vivir en paz

  • Carlos Spíndola
De pronto nos vimos inmersos en un sangriento campo de batalla

Aquella noche, el verano golpeaba colérico produciendo un bochorno insoportable. Era la primera que pasaba en casa luego de un viaje largo y transatlántico en el que de momentos vacilé sobre la posibilidad de regresar a mi país, sin embargo, allí estaba, de regreso, en medio de ese sopor veraniego, intentando conciliar un sueño imposible. Me sentía en casa y esa certeza me devolvía una seguridad y comodidad que pierde el viajero cuando está lejos de su tierra. Veracruz había sido mi tierra. Mi imaginario se configuró entre las montañas, el mar, una calidez caribeña, los atardeceres colorados y la gente feliz. No obstante, aquella noche de 2011 comprendí que no tendría más estas seguridades, propias de quien está en casa. El estrepitoso girar de las aspas de un helicóptero al ras del techo de mi habitación me hicieron sobrecogerme. Gritos lejanos, opacados por otros gritos que daban órdenes. Todo era confuso en esa oscuridad nocturna. Una luz celeste cegaba a quien intentaba descifrar lo que pasaba. Tal vez escuché disparos, pero no podría asegurarlo porque nunca había escuchado el sonido de un arma. Hasta entonces.

Fue, quizás, uno de los primeros operativos militares que se realizaron en todo el estado para cazar narcotraficantes. La luz del alba definió las dimensiones de aquella operación: vecinos míos, taxistas, policías… Todos detenidos en un camión de redilas verde olivo y nadie en el pueblo podía explicarse de qué forma habían comenzado a podrirse las manzanas en esta tierra tan buena. Sabíamos lo peligroso que era el norte del país, pero nadie daba crédito al hecho de que nuestro suelo también fuera ya crisol de una guerra absurda y tremebunda. Podría yo definir aquella noche calurosa de agosto como el inicio, el primer acto, de un infierno dantesco. El uso incipiente de las redes sociales consistió en alertar las zonas de riesgo, en dónde había un enfrentamiento, cuales eran las calles peligrosas y, luego, cuáles eran las poblaciones caídas en manos del narco. Esa larga e intensa caza de brujas del gobierno calderonista develó la podredumbre de una sociedad que se pensaba sana. Como dijo recientemente López Obrador: “atizaron el avíspero”. Fue eso.

Luego llegaron otras avispas a querer usurpar el lugar. De pronto nos vimos inmersos en un sangriento campo de batalla, como lo fue Sicilia, guardando toda proporción, en el siglo pasado. Pero esta gente, como los terroristas de Al- Qaeda o de ISIS, son una nueva personificación del mal. Su saña para ejercer la violencia alcanza niveles abominables que rayan en lo terrorífico. Implementaron un nuevo orden de gobierno despótico que adquirió su legitimación por medio del terror y del pánico de sus ciudadanos. A diferencia de otros narco-sistemas, el abuso de la violencia desbordó en un espeluznante genocidio que no ha hecho sino incrementar conforme pasan los años.  Vivir en Veracruz se convirtió en un acto riesgoso que se reafirma cada día. La sangre de tantos mártires ya inunda la tierra, como lo hacen las lluvias del verano y los torrentes de los ríos desbordados.

Las escuelas han emparedado los sueños de miles de niños entre prisiones amuralladas que antes eran primarias. Un lenguaje cifrado se juega entre los habitantes del reino de la violencia, para advertir que no vayas por allí, que no mires a los ojos a aquél, que tengo que pagar el derecho de piso, la seguridad de mis hijos, el derecho de vivir en paz.

Qué suerte que no me han secuestrado todavía por cinco mil pesos. Porque un día nos despertamos y encontramos que tan poco valía la vida, aquí, en donde se tenía un sentido de la dignidad que se sobreponía a las tragedias de la naturaleza. Los males cometidos en esta tierra ya podrían ser suficientes para arrasarla como Sodoma, hasta los cimientos. Pero una virtud heroica se ha gestado en el pueblo: en los árboles que siguen de pie en medio de un bosque quemado, la gente buena tiene una resiliencia asombrosa. En el imperio de la muerte hay personas que siguen tejiendo con el hilo de la vida, este acto es heroico en sí mismo. Aquí, en donde una vez estuvo el paraíso, la gente sale con la con la muerte en la boca, aquí “ya no se sabe”, dicen, decimos. Esa incertidumbre con la que se aprende a vivir y que cala por las noches, cuando piensas qué locura es esta o cuando alguien solitario en una iglesia reza “¿hasta cúando cesará la violencia?” a través de un gemido sordo, esa incertidumbre nos ha encerrado en casa después de las nueve y ha convertido nuestra mirada en constante sospecha con el otro.

Aquí se desarrolla una penosa tragedia entre los héroes, los mártires y la fatalidad del destino. Pero más allá de una metáfora literaria, lo que sucede en Veracruz como en tantos otros estados de nuestro país, es un devastador desprecio por la vida. Los gobiernos se pasan la cuota el uno al otro, pero todos guardan el mismo silencio, usan de la misma demagogia: vacía, estéril. Los muertos y desaparecidos no han resucitado, qué pena, porque probablemente habrían conformado un ejército capaz de devolver lo que no logramos encontrar: la paz. Yo no sé si tenemos derecho a ser felices o a la buena suerte… Tampoco me inquietan tales temas y, en estricto sentido político, el estado se vería en grandes dificultades si quisiera garantizar un derecho a la felicidad dada las múltiples y personalísimas concepciones que cada quien tiene de ella.

No obstante, la vocación de cualquier gobierno se centra en el desarrollo y cuidado de sus gobernados, si no es capaz de hacer esto hablamos sin duda de un Estado fallido en donde lo menos que esperaríamos sería la más honesta de las disculpas y el reconocimiento de su incapacidad. Exigir el perdón a otros pueblos por crímenes de hace siglos resulta necio cuando no se puede reconocer la realización de otros tantos crímenes peores durante el mandato propio. No queremos garantías de la felicidad, clamamos por lo más básico, el derecho a soñar en hacer nuestra vida en esta tierra sin tener que huir, sin refugiarnos en otros estados o países, exigimos el derecho a vivir sin miedo, a no pagar a delincuentes por nuestra seguridad, a no participar de una interminable lista de testimonios sobre amigos o familiares secuestrados, desaparecidos o muertos,  exigimos que nos devuelvan lo que es nuestro: nuestra casa, nuestra tierra, nuestra dignidad de ser veracruzanos. La desesperación surca nuestra frente mientras nos preguntamos: ¿Cuánto más hay que pagar por el derecho de vivir en paz?