Barry Lyndon

  • Agustín Güiris
Esta cinta redondea la personalidad de unos de los directores más obstinados en la historia.

Barry Lyndon

Stanley Kubrick, 1975

En lo que podemos considerar la última (y más habitual) etapa dentro de la obra fílmica de Kubrick –inaugurada con 2001: A Space Oddysey (1968)– todos aquellos fundamentos que hicieron de su mano una firma sumamente reconocible tanto en sus primeros años como durante su fase de madurez: los espacios en relación a una arquitectura individualizada, su particular uso de la escala en la conjugación de los planos, su obsesión perfeccionista y el contraste de su estética, se re-inscriben e incrementan en el mismo sentido pero bajo un énfasis de grandilocuencia y pomposidad. Tal es el caso de Barry Lyndon, donde la naturalidad espacial y lumínica se contrarrestan con el apremiante uso de la forma narrativa y de la óptica.

Basada en el texto de William Makepeace Thackeray, la obra se presenta bajo un tono satírico y burlón a la sociedad inglesa del Siglo XVIII aunque su alcance discursivo bien puede situarse en diversos marcos temporales dentro de la cultura occidental. La silueta fársica que la enmarca, junto a su preciosista estética, resulta un instruido disfraz que se apoya en un sentido de agudeza propio del entramado y su progresión, cuyo abanico va de lo acido a lo irreverente; de la actitud cínica a la apelación de los actos realizados por parte de sus personajes. Su tacto crítico afecta y se afecta de todos aquellos elementos que fundamentan la base de cualquier relación contractual: asuntos que van desde una situación comercial hasta los pormenores de un matrimonio –por conveniencia o no– y pasando, obviamente, por la exigencia de la satisfacción a través del ceremonioso duelo.

Las andanzas de un tosco irlandés que es expulsado de su tierra debido a su arrogante y vanidosa personalidad, la distinta naturaleza de las aventuras con las que se encuentra en su trayecto: militares, políticas, ludópatas, amorosas y el perenne ciclo de flaqueza y cobardía que le domina, la entrada a dichas andanzas, el intento de huida, el desenmascaramiento, la redención y la excusa previa al escape final se conjugan con la propia estructura de la cinta; dividida esta de forma tradicional con prólogo y epílogo incluidos. En Barry Lyndon, pues, nuestro personaje central no existe sino que se va engendrando (auto-promoviendo) a base de retazos; cómodas ventajas que aprehende en el ruedo de una vida sumamente irregular pero con la mira puesta siempre en la opulencia y la banalidad. Una existencia fuera de preocupaciones bajo un carácter que cuenta con una amoralidad coherente, una ética del beneficio propio que no se resquebraja, sino que va aumentando hasta la desdicha; quid inicial del drama.

Acompañando siempre se encuentra un narrador que agrieta la representación del tiempo, el espacio y los campos emotivos. Es gracias a su voz relatora que podemos adelantarnos a los hechos, que podemos penetrar los pensamientos de diversos personajes y re-conocer las motivaciones que se presentan en la pantalla de una forma menos juiciosa y sí más simulada. El campo de batalla de Barry Lyndon es, pues, un disimulo social que se enaltece de una asombrosa estética construida por la enfática fotografía de John Alcott. Trabajo que abarca los espacios y las presencias de una forma cuasi pictórica, apoyada claro por la excelsa labor del diseño de producción de Ken Adam y la dirección de arte de Roy Walker. Podemos igualmente señalar el calmo ritmo que impregna el montaje de Tony Lawson; auxilio total para que la obra vaya tomando la forma adecuada y seamos nosotros, los espectadores, testigos fehacientes del alzamiento y caída de nuestro personaje principal.

Barry Lyndon, termina por ser quizá una de las obras más pomposas de Kubrick. No sólo por su retórica técnica sino por la exuberancia que se halla en cada plano del filme; por la gracia y atractivo que emana durante su metraje y que no hace otra cosa sino sorprendernos. Lejos del anecdotario clásico de la utilización de velas y el zoom, esta cinta redondea la personalidad de unos de los directores más obstinados en la historia; lo define y lo detalla a tal grado que no hay otra forma de indicar mejor el acercamiento que se le debe hacer a esta obra sino como una obligación para los verdaderos amantes del cine. Una verdadera obligación.

Barry Lyndon de Stanley Kubrick

Calificación: 5 de 5 (Un Clásico).