Blue Velvet

  • Agustín Güiris
El deseo como una enfermedad, la pasión como una pena por cobrar y la excitación como una catarsis

Blue Velvet

Terciopelo Azul (David Lynch, 1986)

Las condicionales de Lynch quizá sean algunas de las más inquietantes en la historia de la cinematografía mundial. Su particular rasgo que transforma a la pantalla en un lienzo se ha compuesto estéticamente a base de un antojo personal del color, la luz y las formas. Su matiz ha creado a través de los años una distinguible escuela que ha sido imitada, versionada y redireccionada sin independencia: la marca dejada por su sello permanece y se mantiene en varias de sus cintas como un rasgo fuerte de personalidad –y original extrañeza– a pesar de los años transcurridos.

En realidad son pocos los que han logrado derrotar el paso de las misteriosas arenas que envuelven la totalidad de su cine. Muchos envejecen a ritmo vertiginoso al adentrarse en sus terrenos más personales queriendo salir ilesos y aireados de los crepusculares terrenos que ha manejado con una mano firme, y que varía siempre entre la sensatez y la locura.

Con Blue Velvet, su cuarto largometraje, nos enfrentamos a una de sus obras más formales. El uso que tiene ante el lenguaje cinematográfico se mantiene bajo una construcción determinada por juicios narrativos: las angulaciones, el uso de planos de establecimiento, la presentación de los personajes y la construcción propia de un tiempo que nos adentra a las locaciones son un ejemplo claro del sentido que integra en su discurso, que si bien se extrapola al surrealismo (como es y debe en su arraigada naturaleza), compone de igual manera un extraño mundo donde el crimen se ensimisma a los inmaculados anhelos del amor. El deseo como una enfermedad, la pasión como una pena por cobrar y la excitación como una catarsis que devora internamente.

Dentro del encadenado, todos sus personajes –como tantos otros que constituyen su interesante y vasta filmografía– se desenvuelven monstruosamente ante la urgente necesidad de ser escuchados y comprendidos, obtenidos y concebidos (amados en este caso) sobre sus angustias más profundas. Las realidades rozan los campos oníricos cual cortina sutil que se rasga ante un ilusorio presente que libera, en su apetencia, la pesadilla que describe y guía la lógica del filme. Bajo su mando, la de Lynch, el ciclo laberíntico que nos presenta se va desdoblando de manera tan aguda que los delitos perpetrados –motor inicial del recorrido– son sólo la máscara: la razón de una incógnita a plena luz del día que se activa en la opacidad, que se encamina a un cosmos donde el placer se da cita a conveniencia de las dolencias, los recuerdos y las obligaciones sin derechos.

Después de hallar una oreja cercenada en el medio de un campo, Jeffrey Beaumont se da a la tarea de entregársela a un detective que vive cerca de su casa. La atractiva vaguedad que existe detrás del descubrimiento; lo contrastante del hecho ante la habitual vida de un folclórico y pequeño poblado estadounidense, comienza a desgarrase a cuentagotas al aparecer la hija del detective y la información que tiene sobre una cantante y su departamento. Incontrolables fuerzas, atroces mentalidades, variopintas agresiones y posibles encubrimientos son solo el matiz que se haya ante la puerta que se abre al querer clarificar un enigma. Un secreto a voces que no debía ser escuchado pero que ahora es visible y encarnizadamente vivido.

Con el apoyo fotográfico de Frederick Elmes, la pictórica visión de Lynch se abre camino con garbo y con soltura. Las composiciones muestran claramente los activos frescos que dibujan y desdibujan el panorama moral y estético del filme. El montaje de Duwayne Dunham, por su parte, permite que tanto el tejido del tiempo como el espacial se adviertan con las reservas necesarias para que el ambiente tenga el peso narrativo necesario. De más está indicar que la partitura de Angelo Badalamenti suma a todo el encadenado. Las notas parecen emerger de los designios presentes y futuros de los personajes: son bellas y caóticas, oscuras y etéreas.

Con Blue Velvet estamos, pues, ante la consagración de uno de los directores más influyentes de aquella época y los tiempos presentes. Es con este filme que Lynch se gana no sólo un espacio ante los realizadores de vanguardia sino del todo el gremio, gremio que osa la utilización y manipulación de imágenes como perfil expresivo. Como nivel de libertad, fronteras que aún se mantienen abiertas gracias a Lynch para así poder hacer un cine no solo a base de encuadres maravillosos; acciones poéticas, simbólicas o bien teatrales, sino también para poder llenarles de pintura. De la tintura propia que emana de nuestras dudas y temores más cercanos pero siempre dejados a un lado para no despertarlos.

Terciopelo Azul de David Lynch

Calificación: 3.5 de 5 (Muy Buena).

Anteriores

Agustín Güiris

Realizador independiente y profesor de cine en diversas instituciones. Realizó un Master en Dirección Cinematográfica en España y ha dirigido y producido cortos de ficción y diversos proyectos de documental.