Lo humano de la administración pública

  • Ana Beatriz Lira Rocas

Me gustan los toros, me gusta la fiesta brava. Es una confesión pues no tengo demasiados elementos para su defensa. Me resulta simplemente embriagante ver a un hombre, hincado en la arena a la espera de un animal que cuadruplica su peso y viene hacia él embravecido, desbocado, armado de dos puñales que se tuercen para izar lo que decida y, sin embargo, el hombre estoicamente lo espera en el tendido, a su merced y desafiante.

Hay un lógica de roles, el animal y el hombre los conocen y los respetan. Ambos tienen su posibilidad, su ventaja y su debilidad. Las tienen o las construyen, da igual, son poseedores de ellas. Me gusta esa fiesta porque los valores están dados y se respetan. Ambos seres vivos conocen las reglas, insisto y las asumen. Eso ha enriquecido la fiesta brava.

He dicho ya que no tengo los argumentos que esperarían quienes se esgriman defensores de animales. Y sin embargo, también confieso que amo a mi perro. No soy ajena al amor animal, aunque quizá lo parezca. Soy una leona de manada, celosa de mi clan, cazadora eficaz con el alimento de mi familia. Pero a lo que si soy ajena es a la simulación. No la respeto, de hecho me repugna. Contrario a ello respeto profundamente la coherencia aún cuando no comparta mis valores. Respeto que la gente asuma el costo de lo que es. Respeto que no quieran pasar por lo que no son. Respeto a quien respeta las reglas. Me gustan las reglas claras. Me gustan las certezas. Detesto la cobardía que se oculta en la apariencia, la perversión de quien solo le importa “parecer” sin “ser”.

Estoy cansada de tantas morales. Ya ni siquiera son dos, como cuando yo era niña. Ya son las que haga falta. Y las que haga falta para qué, me pregunto día a día, qué logra esa gente que va por ahí destruyéndolo todo, haciendo inservible todo a su paso, como una suerte de Rey Midas al revés, todo lo que tocan lo pervierten, en su más amplio sentido. Sus propios rostros muestran que han sido tocados por esas mismas manos.

Este país tiene arreglo pero no con ellas y ellos a cargo. Son gente de mal corazón, “mal nacidas” les habría llamado a principios del siglo XX. Ahí radica su principio básico, no se aman a sí mismas, es más, su faz refleja la autodestrucción deseada. Lamentablemente no inician por sí mismas, sino por todo aquello que quieren ser y no saben cómo.

Los veo, los oigo, defendiendo causas, arguyendo ideas progresistas, liberales, se identifican con los más altos líderes del pensamiento y dicen defender las causas de los trabajadores, de los y las camaradas, -como si con la defensa de un artículo, “los y las” el mundo cambiara- y cuando está en sus manos actúan como el político más criticado, más setentero. Serviles a su propio hueso, es su defensa, su aseguramiento, el principio básico que las mueve. Todo ello sin mencionar el amor profundo, arrebatado, que le profesan al dinero, dinero que lamentablemente ni siquiera saben gastar.

Ahí van por el mundo sin gastar en una buena crema que les permita ocultar la amargura, las manchas de la envidia o las arrugas del abandono al que se han hecho acreedoras. Todas esas personas que cuando llegan al poder se dejan dominar por sus miedos y sus miserias, no encuentran otro modo de ejercer el poder como no sea bajo el yugo de propia víscera y hormona.

Son eso, las miserias humanas, la gran limitante. El cáncer de la administración pública. Hemos estudiado tanto, se ha escrito tanto al respecto, para que en el momento justo, cuando toda la maquinaria se ha puesto a andar para mejorar, para transitar a estadios superiores, vienen las limitaciones personales y lo estropea todo. Viene el rejoneador cobarde que no está dispuesto a esperar hincado al toro, es más, no quiere ni siquiera clavar la primer banderilla, esgrime todas las teorías de defensa animal que existen, todo lo hace, todo lo aduce, para conservar el capote sin tener que usarlo, todo “por la defensa del animal”. En el fondo no sabe, en el fondo su vida es miserable y toda felicidad ajena le provoca, por mínima que sea y en esa lucha no importa llevarse una historia de vida, una institución, un Estado, solo importa la más elemental de sus ambiciones, el más animal de sus miedos… y en ese tránsito la institución agoniza.