Procrastinando se nos va la vida

  • Jafet R. Cortés

Y  cuando desperté, la pila de ropa seguía ahí. Frente a mí se postraba como una trampa para dejarlo todo, romper el pacto de comodidad que había firmado esa tarde con mis cobijas, mismas que entre cláusulas establecieron la necesidad apremiante de aplazar pequeñas tareas, como lo es acomodar una pila -cada vez más grande- de ropa.

Estoy seguro que, mínimo una vez en su vida, han sentido que les asalta la apremiante necesidad de bajar el ritmo, hasta el punto de no hacer nada y simplemente dejar que el tiempo pase y haga lo suyo; dejar que el tiempo se deslice entre nuestras manos al igual que esa tarea que se convierte –sea pequeña, mediana o grande- en una pesada carga, difícil de terminar.

Parte de nuestra vida se nos va procrastinando -aplazando una obligación o tarea-, dejando todo para después y para después de ese después; pero, quién sabe si tengamos más tiempo, la vida fácilmente se nos puede ir de las manos en un abrir y cerrar de ojos.

No sabemos por qué lo hacemos, pero buscamos a toda costa postergar a placer, nuestras obligaciones y trabajos; compromisos y tareas; lecturas y pendientes; terminamos situándonos en condiciones cada vez menos favorables, con el tiempo pendiendo de un hilo, jugando a contra reloj.

Cuántas veces nos hemos sentado, y observando el horizonte, hemos dejado pasar el tiempo; cuántas veces hemos quedado petrificados sin deseos de avanzar -por lo menos en ese momento-; cuántas veces hemos tropezado con la trampa distractora de nuestro celular o por cualquier otra invitación a dejar pasar el tiempo, aplazarlo todo.

En ocasiones lo único que logra motivarnos, es aquel golpe de adrenalina que representa el plazo final; nos motiva de golpe y a las carreras a empezar y terminarlo todo, a culminar aquel compromiso del que no nos quisimos liberar.

La palabra Procrastinar proviene del latín procrastinare, que significa “postergar algo hasta mañana”, y también tiene raíces del griego akrasia, que es “hacer algo en contra de nuestro mejor juicio”, y vaya que es ir en contra de nuestro mejor juicio dejar todo a último minuto, hacer las cosas a las carreras.

En cierto sentido, podemos decir que aplazar esos pendientes es atentar contra nosotros mismos; conscientes de las consecuencias, evadimos las tareas a cualquier costo. Pero no necesariamente huimos de la tarea en sí, sino que involucra algo más profundo, lo que aquellas tareas representan para nosotros.

Sí, procrastinar no es una actividad que represente una mala gestión del tiempo, una maldición parecida a la de los hombres lobo o un defecto congénito, aunque el mito tras el concepto así lo llegue a sugerir; lo que en realidad encierra es algo peor, una mala gestión de emociones.

Las tareas no son lo que en realidad hace que posterguemos su realización, sino la emoción que representa el hacerlas.

Así, hay tareas que se traducen mentalmente en cansancio, porque se han vuelto costumbre o en actividades tediosas por ser repetitivas; inseguridad, porque no nos sentimos lo suficientemente capaces para hacerlas; frustración, por lo complicadas que son; o aburrimiento, porque no representan un reto para nosotros, por ser demasiado fáciles; en fin, tareas poco placenteras.

Claro que no es una cuestión de administración de tiempo, se convierte más que nada en el resultado de un ejercicio de prioridades, donde nuestra incapacidad de manejar los estados de ánimo negativos, hace que la proyección de consecuencias poco placenteras a corto plazo, termine ganando la batalla y haciendo invisibles las consecuencias a largo plazo.

El problema de todo esto llega cuando este modus operandi se convierte en un hábito crónico, y cualquier obligación o trabajo, terminamos postergándolo como un medio de huir de nuestras emociones negativas, aunque sepamos que ciertamente tendremos que enfrentarlas en algún momento futuro, y probablemente, contemos con menos tiempo que hoy.

Aunque no es ni debe ser considerada como una receta infalible, cuando la motivación falte, la disciplina, el orden y la planeación, podrían entrar en el tablero como un aliciente para atacar la procrastinación.

La disciplina está involucrada directamente con la constancia, y avanzar, siquiera poco pero de manera constante,  y planear -trazarnos objetivos, metas y administrar nuestras energías conforme al tiempo que tengamos-, pueden servirnos como medios para lidiar con aquellas emociones negativas que nos generan esas tareas que no queremos, en ocasiones, ni siquiera iniciar.

Cuando la motivación falte, podemos empezar por aquellas tareas pequeñas que podemos acabar pronto, puede motivarnos a seguir con la siguiente, y la siguiente después de esta.

En un sentido pedagógico, pongo en la mesa el concepto de “gamificación”, que no es más que dividir nuestras metas en pequeños objetivos que tenemos que realizar para llegar –de a poco- al punto final.

Así, no vemos únicamente el comienzo, un precipicio inmenso, y adelante del precipicio -hasta el otro extremo- el final, sino que podemos observar a detalle, cómo es que poco a poco, vamos avanzando. Bajando pendientes, llegando del punto “a” al punto “b”; y en el punto “b”, tomar un descanso, mirar el horizonte un rato; luego de esto seguir al punto “c”, hasta llegar a nuestra meta.

Y cuando desperté, el montón de ropa seguía ahí. Me encontraba en la misma posición de hace 45 minutos, mirándola como si describirla entre líneas, pudiera fungir como un medio de que cobrara vida cada prenda e iniciara por sí sola el proceso de acomodo. No pasaba nada. Decidí seguir durmiendo.

 

 

ch