Javier Duarte: un cadáver frente a palacio

  • Mussio Cárdenas Arellano

A Fidel Herrera lo marcó Ramiro Guillén Tapia, envuelto en llamas, dejando la vida, ahogado por el humo tóxico que iba destruyendo sus pulmones. Lo marcó esa protesta, brutal, frente a palacio. A Javier Duarte un féretro, ahí, en Plaza Lerdo, como signo de la violencia, de la barbarie, de un gobierno postrado de rodillas ante el crimen organizado.

Xalapa y Veracruz entero se sacuden ante la protesta de un padre y su familia que vieron morir heroicamente a Carlos Fernando Hernández Domínguez, de solo 16 años, enfrentado a delincuentes al impedir un secuestro, el del autor de sus días.

“Sólo tenía 16 años”, dice una cartulina, sostenida en sus manos por familiares. Era un adolescente y eso potencia el reclamo, el repudio, la ira contra un gobierno, desgobierno total, el que encabeza Javier Duarte.

A bordo de una camioneta, se halla el ataúd blanco. En otros vehículos transportan flores blancas. En sus costados se observan mantas con leyendas en que la protesta es palpable. Atónitos observan los curiosos, los de pie y los que ven a través de los cristales del palacio de gobierno.

“Mi hijo es un héroe”, refiere su padre con un valor que impone, trasluciendo el dolor pero también el reclamo de una sociedad harta de la impunidad con que se conduce el crimen organizado, la delincuencia común, el aparato policíaco coludido con el hampa, el área judicial penetrada, infiltrada, permeada por el mal.

Suenan las bocinas de los autos que transitan por avenida Enríquez, solidarios con los deudos, el padre, las mujeres, los varones, gente humilde, de trabajo, como es José Carlos Hernández Marín, propietario de “Pollos Campirano”.

Captan los medios de comunicación la escena, la protesta frente a palacio de gobierno, e inundan las redes sociales, los portales de noticias, dejando huella de que a ese grado ha llegado el mal gobierno de Javier Duarte.

Dos días atrás, la noche del sábado 12, la noticia sacudía a un amplio sector de Xalapa. Decíase que en la capital, sobre la avenida Villahermosa, ocurría una balacera, otra más, común ya para los vecinos de la otrora ciudad más segura de Veracruz.

No era así. No fue balacera sino intento de secuestro contra el propietario de la negociación, José Carlos Hernández Marín, a manos de una banda que lo interceptó.

Carlos Fernando, su hijo, los enfrentó. Fue asesinado por el grupo delincuencial, pero salvó a su padre.

En cosa de horas, la indignación recorrió Xalapa, sacudió a Veracruz, concitó condenas y repudio a un gobierno sin brújula, extraviado Javier Duarte en un mar de contradicciones, fanatizado con el Twitter, alardeando de una lucha al crimen organizado que nadie ve, que nadie siente, que es observada como la gran batalla perdida por el régimen priista en el poder.

Un ataúd blanco frente a palacio de gobierno es un golpe brutal, demoledor, al hombre que nació para todo menos para gobernar, azotado Javier Duarte por la ola de violencia, por el baño de sangre, por la complicidad de su policía, sí, su policía estatal, su policía acreditable, sus fuerzas de seguridad que terminan levantando gente inocente y entregándolos en manos de malosos, como ocurrió en Tierra Blanca, cuando cinco jóvenes que regresaban de vacaciones, el 11 de enero, procedentes de Veracruz y con destino a Playa Vicente, su lugar de origen, fueron llevados con rumbo desconocido por uniformados que luego los entregaron a los malosos.

Habrían muerto los cinco, desnucados, según la declaración de uno de los policías implicados, cocinados, convertidos en ceniza y luego tirados a un río, aledaño al rancho El Limón donde los torturaron. Oficialmente identificaron los restos de dos, pero ni los familiares ni medio Veracruz le da crédito a la voz sin solvencia moral del gobierno.

Un ataúd blanco es símbolo de pureza frente al mal que anida en un gobierno dedicado a trastocar la paz, a frustrar los sueños de millones de veracruzanos, a pervertir la tranquilidad, a sembrar duda y temor.

Dice su padre que Carlos Fernando es su héroe. Y sí que lo es. Le salvó la vida y ofrendó la suya. Se fue a los 16 años, al caer el día, el sábado 12, cuando ya no había más que hacer.

“Mi hijo es un héroe, dio la vida por defenderme a mí y a su hermano menor… A mi hijo le quitaron la vida unos malditos rufianes que sólo con las armas se dan el valor de matarlo a uno. Me siento muy orgulloso de mi hijo, él es mi héroe”, dice el padre entre grabadoras de reporteros, frente a las cámaras que captan la escena inédita en años, no la única pues otros deudos han llevado ahí a sus familiares para hacerle sentir al gobierno inútil que su gestión ya no da más.

“Estamos hasta la madre”, expresa José Carlos Hernández Marín, el padre, y están hasta la madre millones de veracruzanos que ya no atinan a qué temerle más, si a los delincuentes o a la policía o a los políticos que lucran con la violencia.

Refiere el portal Plumas Libres en su reseña sobre el féretro frene al palacio, la sede del trastocado gobierno de Javier Duarte:

“‘Exijo justicia —reclama José Carlos Hernández—. La vida de mi hijo no puede quedar así, en manos de esos malandros… Necesitamos poner un alto a todo este tipo de problemas. ¡Ya estamos hasta la madre!, y perdón por la expresión, pero no sé qué tendrá que pasar para que alguien haga algo, no sé a quién dirigirme. Exijo justicia”.

Que no quede impune el crimen, exige el padre del joven asesinado. Hernández Marín se indigna. Asume su indefensión. Se sabe al alcance de grupos criminales que llegan y toman la vida de familias enteras, víctimas cotidianas de la violencia.

“No me da miedo morir, pero me gustaría morir por algo que valga la pena no por gente sin escrúpulos”, sentencia.

Dueño de Pollos Campirano, dice Hernández Marín que los matones piensan que por tener una empresa, tiene dinero. Y no es así. Se gana la vida con ello, le da empleo a gente que lo requiere. Pero rico no es.

Describe Plumas Libres:

“Luego de la presentación del cortejo fúnebre en la Plaza Lerdo, frente a Palacio de Gobierno del Estado para exigir justicia, la familia Hernández Domínguez se dirigió al panteón para dar sepultura al joven de 16 años”.

Un féretro blanco en Plaza Lerdo o Plaza Regina Martínez marca a Javier Duarte. Es su signo, su estampa, lo que define que nunca pudo con la violencia, devorado por el hampa. Y éste es el que recomendaba a los periodistas “portarse bien”.

Que se porte bien su policía; que se porte bien el “general” de cero estrellas, Arturo Bermúdez Zurita, el que protege comandantes que reprueban exámenes de control de confianza, como Marcos Conde, señalado de desaparecer jóvenes, como el caso Tierra Blanca; que se porte “Culín”, alias el fiscal Luis Ángel Bravo Contreras, guionista de telenovelas que luego acomoda a la investigación judicial, increíbles sus historias, sus coartadas, siempre primero el muerto y luego la explicación, saliendo a la palestra a lucir el atuendo y la vaselina, hacer el relato el fracaso y exhibir a los culpables tan mal acusados que luego se le van.

Un hombre en llamas, Ramiro Guillén Tapia, asesor de indígenas y campesinos de la sierra de Soteapan, destruido sus pulmones por la acción del humo, su piel lacerada, el espectáculo que inundó las redes sociales, que llegó a la prensa, marcó para siempre a Fidel Herrera Beltrán.

Su gobierno fue insensible al reclamo social. Toreaban sus operadores a los olvidados, les daban cita y les cancelaban, les prometían y les fallaban, atizaban la esperanza y luego el desengaño.

Un día, el 1 de octubre de 2008, Ramiro Guillén se prendió fuego en Plaza Lerdo. Ardía el hombre, su paso lento, el grito desesperado, la mirada de asombro, a angustia de los que lo veían morir.

Destruidos sus pulmones por el humo tóxico, ahí quedó el viejo luchador social, de una estirpe sana, digna, hombres que han dejado huella en el sur.

Marcó la muerte brutal de Ramiro Guillén a Fidel Herrera, entonces gobernador de Veracruz, indolente ante las voces que exigían ser escuchados, sus demandas canalizadas, su vida medio reparada.

Marca un féretro blanco a Javier Duarte. Es el de Carlos Fernando Hernández Domínguez, víctima de los malosos, a quienes enfrentó, a quienes les impidió que su padre fuera secuestrado.

Marca a Javier Duarte una protesta, féretro y flores, la vida cortada de un joven que a los 16 años le da una lección.

Él —Carlos Fernando— enfrentó a la delincuencia como Javier Duarte no lo sabe, ni lo quiere, ni lo puede hacer.

Él es un héroe; Javier Duarte un rufián.

Archivo muerto

No somos aviadores, dicen los Yunes Landa, tras la revelación de sus fichas en el Institución de la Policía Auxiliar y Protección Patrimonial (IPAX). Su réplica aquí: “Leí con atención tu columna en donde haces referencia a mi persona y a mi familia. Al respecto te comento: 1.- El Derecho a portar armas está establecido en el marco legal vigente. 2.- La Ley establece criterios precisos que debe cumplir un ciudadano para obtener el permiso correspondiente. 3.- Tanto mi padre, como mi hermano y yo cumplimos con esos requisitos. Mi hermano, candidato a la gubernatura, no tuvo relación con nuestra gestión. 4.- No somos, como establece en su nota, aviadores. No lo hemos sido, no lo somos y no lo seremos nunca. 5.- Como es del dominio público, no tenemos necesidad de cobrar en ninguna institución pública. Somos empresarios. 6.- Gozamos de los permisos de portación de armas desde hace más de 25 años. 7.- Solicitamos a la Institución la renovación de los permisos, determinando sus autoridades el procedimiento que se siguió, incluyendo la toma de fotografías. Le agradezco su generosa disposición de atender nuestra petición de aclarar este tema. De verdad, muchas gracias. Atentamente César Yunes Landa”. Muchos otros, políticos y empresarios, líderes sindicales y hasta periodistas, andan igual, sacudidos por la violencia, amagados por el secuestro, inermes ante la acción de los malosos, en el Veracruz duartista, inundado de sangre. Hay más fichas, más personajes, más rostros, más uniformes… Megalío el de José Antonio González Anaya, el matacoyotes. No termina aún la disputa por el predio Zona Dorada, entre el malecón, a un costado del hotel Fiesta Inn, y la avenida Universidad, junto a la Universidad Veracruzana, en el poniente de Coatzacoalcos, del que el director de Pemex se dice dueño, y ya hay escándalo por arrasar con maquinaria el área donde habita una manada de coyotes y demás fauna silvestre. Llega la empresa depredadora, no exhibe permisos ni acredita la propiedad, devasta dunas y mata a un coyote, de 17 que por más de una década han permanecido ahí. Identifican a un tal Alfredo Ramón y le piden una explicación. “Y den de santos que estoy de buenas porque hasta los podría desaparecer”, responde, obvia la amenaza, refieren los vecinos del lugar, los que han dado de comer a los coyotes, los que les han preservado la vida y que hoy pugnan por respetar el hábitat. Ya tramita acciones legales la familia Vidal, que esgrime tener el instrumento notarial para reclamar el predio al director de Pemex, el ex concuño de Carlos Salinas de Gortari, que maniobró para que la Suprema Corte de Justicia de la Nación atrajera su amparo, ilegalmente, y luego, con una jugarreta, le concediera el beneficio de la fechoría por encima de los derechos de don Inocente Armas, que también esgrime ser el legítimo propietario. Mata coyotes Pepe Toño González Anaya. No sólo manda a la calle a miles de trabajadores petroleros. Y no tarda en enfrentar la acción de organismos defensores de la fauna silvestre, del derecho de los animales, y una declaratoria de protección ambiental, con apoyo internacional. Se lo va a agradecer Pepe Toño, el matacoyotes, a Alfredo Ramón…

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