El grito

  • Silvia Susana Jácome G.

Decía Borges, en su poema titulado El Golem, que “el nombre es arquetipo de la cosa/ en las letras de la rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo”.

Lo anterior viene a cuento a raíz de la polémica que se ha desatado en torno a la recomendación que la Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA) hizo a la selección nacional mexicana a raíz del grito que buena parte de los seguidores lanzan al arquero rival al momento de despejar el balón. El “¡eeeeeeehhhh…. puuuuuuuuto!”, para que nos entendamos.

Quienes, ofendidos por la intromisión de la FIFA en los ‘usos y costumbres’ del futbol local, han esgrimido una amplia variedad de argumentos para defender su sacrosanto derecho a ofender, señalan, entre otras, que el grito es una tradición muy añeja, que es parte de la picardía del mexicano, que no es más que un juego, que nadie tendría por qué sentirse ofendido y que puto es una palabra tan desgastada que ha perdido su significado.

Las cosas no son tan simples. Si bien es cierto que la palabra puto tiene distintas connotaciones –todas ellas peyorativas- como cobarde, ruin, falto de palabra, poco hombre o miedoso- sabemos que su principal acepción es para describir a personas con una orientación sexual homosexual. Y si partimos del axioma que dice que dos cantidades iguales a una tercera son iguales entre sí –y la aplicamos a las palabras- entendemos, entonces, que el término puto tiene una carga muy fuerte que asigna a las personas homosexuales todos esos conceptos que guarda el vocablo.

Claro que el aficionado que lanza el grito no lo sabe; es muy probable que ni siquiera tenga la intención de ofender y que su conducta no sea más que el reflejo condicionado que, desde la masa y al cobijo del anonimato, lo anima a semejante comportamiento. Es muy probable que el arquero que recibe el insulto desconozca el significado y que, aun conociéndolo, lo pase de largo. Pero el problema no es la intención ni el destinatario del mensaje, el problema es lo que vamos construyendo como sociedad y el escaso significado que le estamos dando a rubros que tendrían que ser prioritarios como el respeto; sí, aunque estemos en un estadio de futbol. O, casi diría yo, sobre todo porque estamos en un estadio de futbol, caja de resonancia de muchas de las expresiones sociales que se dan en el día a día en nuestro México.

Hoy vamos a los estadios y empleamos la palabra puto para insultar al arquero rival y mañana nos asustamos por los niveles de violencia que ha alcanzado el acoso en las escuelas, mejor conocido como bullying. No debería sorprendernos. El chico que va al futbol con papá y mamá, y los escucha gritar desaforadamente el insulto, y participa él mismo en el ritual, se sentirá con todo el derecho de hacer lo mismo en la escuela con el compañero que no se ajusta a los patrones de masculinidad que una sociedad marcadamente machista y misógina como la nuestra exige.

Es lamentable, también, el nivel de muchos comentaristas deportivos que minimizan el asunto y que reproducen la homofobia y la misoginia que han aprendido en este sistema patriarcal sin tener la menor idea de lo que significa la responsabilidad social de los medios de comunicación. Salvo honrosas excepciones –como David Faitelson, Roberto Gómez Junco y hasta José Ramón Fernández (seguramente hay más, pero son a quienes he tenido la oportunidad de escuchar)- casi todos reprochan a la FIFA por inmiscuirse en las tradiciones de la aldea. Lo más grave es que son los mismos argumentos de nuestros directivos del futbol. Tanto el director de selecciones nacionales, Héctor González Iñárritu, como el Director Técnico del seleccionado –Miguel Herrera- han expresado que el asunto no tiene importancia. Incluso González Iñarritu ha dicho que se pagarán las multas sin ningún problema. Con su actitud, han dejado pasar una muy buena oportunidad de abonar al respeto y a la no discriminación.

A la FIFA se le podrá tachar de muchas cosas, pero sin duda tenemos que agradecerle que haya provocado el debate en torno a este fenómeno que parecía no existir; sería deseable que fuera más allá y, así como desde hace tiempo ha emprendido una campaña para decir No al racismo, iniciara otra para decir No a la homofobia.

Hasta el propio Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) –alejado del tema durante todos estos años- se ha manifestado y ha señalado que “el grito de puto es expresión de desprecio, de rechazo. No es descripción ni expresión neutra; es calificación negativa, es estigma, es minusvaloración. Homologa la condición homosexual con cobardía, con equívoco, es una forma de equiparar a los rivales con las mujeres, una forma de ridiculizarlas en un espacio deportivo que siempre se ha concebido como casi exclusivamente masculino”.

Es cierto; quien naciendo con un pene y unos testículos no responde a los imperativos que en esta sociedad se le imponen a los varones, es objeto de burla, de escarnio, de discriminación, de odio y, en casos extremos, de muerte. Y la palabra que mejor refleja ese no apegarse a los esquemas impuestos de virilidad es, y sigue siendo –por más que se diga que está desgastada- la palabra puto. Hay quienes dicen que existe una masa funcionalmente analfabeta y que tendríamos que ignorarla. Pero, ¿cómo explicarle a ese chico gay o afeminado, a esa chica transexual, que la palabra está desgastada? Si todo el tiempo la escucha como ofensa, si a sí mismo –o a sí misma- quizá se la imponga como una pesada losa que le acompañara hasta que tenga la fortuna de toparse con circunstancias que le permitan asumirse libremente con su propia orientación sexual y su identidad de género. Entiendo que para mucha gente puede parecer exagerado que se pretenda impedir ese grito homofóbico que se lanza desde las gradas de un estadio de futbol; entiendo que mucha gente piense que los nuevos coliseos son escenarios para desahogar muchas de las frustraciones vividas a lo largo de la semana, eso lo entiendo y quizá hasta lo suscribo. Pero me parece un acierto tratar de poner ciertos límites. Finalmente, si hoy en día no padecemos una homofobia semejante a la de hace 30 o 40 años es gracias a que se han tomado pequeñas medidas que, en su conjunto, van generando transformaciones significativas. Al final la pregunta es, ¿quién pierde si se intenta erradicar ese grito? Yo diría que nadie (ya veríamos si eso es posible o no, y bajo qué estrategias) ¿Y quién gana si se intenta erradicar ese grito? Yo diría que la sociedad, toda vez que estaríamos abonando a una convivencia social más respetuosa y más incluyente. ¿Quién más gana? El hijo homosexual adolescente de ese señor o de esa señora que de manera desaforada vocifera las cuatro letras y que en cada grito van sumiendo más y más a ese muchacho en las profundidades de un clóset del que en ocasiones es muy difícil salir.

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