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Los invisibles chalancitos

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El trabajo de menores de 18 años de edad en obras de construcción está prohibido, pero adolescentes y niños indígenas son reclutadados

“Ustedes en Ginebra, nosotros en Xocotla”

Por Rodrigo Soberanes y Lev García | Ruta 35CONNECTAS y ICFJ

En un poblado indígena del sur de México llamado Xocotla, dos adolescentes de 14 años de edad, Fermín y Benito, lograron cargar cada quien un bulto de 50 kilos de cemento. A partir de ese momento sus familias y su comunidad los consideraron aptos para irse a construir casas y edificios a la Ciudad de México.

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“Aquí todos los que aguantan ese peso ya se empiezan a ir para allá”, contó Fermín, actualmente de 16 años de edad y con dos de experiencia trabajando y viviendo en la capital del país, yendo de aquí para allá en la urbe buscando emplearse en construcciones. Nunca con contrato. Siempre con algún patrón que actúa fuera de la ley.

Desde el momento de la cargada del bulto ocurrido hace dos años, ellos –como cientos de menores de edad que salen de zonas pobres de México a la capital del país- recibieron el apodo de “chalancitos”, diminutivo de chalán, término comúnmente empleado para identificar a un albañil principiante que ayuda a otros.

Ya han trabajado con empresas que violan las leyes laborales vigentes que fueron anunciadas el 11 de junio de 2015 por el gobierno mexicano en Ginebra, Suiza, ante dignatarios de la comunidad internacional, en el Día Internacional Contra el Trabajo Infantil.

Ahí, México dio a conocer que mediante un decreto presidencial prohibió la contratación de menores de 18 años de edad en 12 actividades consideradas “peligrosas o insalubres” para los adolescentes. En la lista figuraban las “obras de construcción” como en las que se han desempeñado Benito y Fermín.

Para Fermín, sin embargo, no hay duda de lo que está decretado en materia laboral en su pueblo: “Ya cuando aguanta uno allá para trabajar, ya se va uno”.

Él y Benito comenzaron a sus labores cuando no llegaban a 15 años de edad. Dejaron sus estudios de nivel secundario y se mudaron a la Ciudad de México, a 320 kilómetros de casa. Ambos personifican la violación de las leyes y son sólo una pequeña muestra dentro del flujo constante de menores que salen de Xocotla antes y después del decreto.

Ruta 35 -en alianza con la plataforma de periodismo latinoamericano CONNECTAS y con el apoyo del International Center for Journalists - ICFJ- reconstruyó de principio a fin el ciclo que comienza en el momento de la cargada del bulto de 50 kilos, continúa con la llegada a ciegas a la Ciudad de México y la entrada a un mundo donde trabajan con riesgos, viven hacinados, suelen ser estafados y se vuelven adictos a los inhalantes.

El ciclo termina, en algunos casos, con escenas de chicos que perdieron el uso de la razón: la dependencia de ese tipo de sustancias, según las autoridades locales, se ha convertido en una epidemia entre los adolescentes en esa comunidad veracruzana.

La cadena revelada refleja un problema que aún desborda al Estado mexicano. Aunque los datos oficiales más recientes indican una reducción del número de afectados, en 2015 había 2,4 millones de niños y adolescentes en tareas que eran consideradas prohibidas o peligrosas por las autoridades. La cantidad es suficiente para no mirarla de soslayo.

La cuna de los “chalancitos”

Xocotla, del municipio de Coscomatepec (52.000 habitantes), es una comunidad serrana en la región central de Veracruz, en las faldas del Volcán Pico de Orizaba. Su economía se sostiene principalmente del trabajo en la albañilería en la Ciudad de México, que atrae no solo a adultos sino también a jóvenes que como Benito y Fermín abandonan sus estudios y no aspiran a una vida trabajando en el campo o el comercio. En esas actividades, según sus testimonios, sólo pueden ganar 25 por ciento de lo que obtienen al ejecutar labores de construcción en la capital del país.

“Yo estudiaba la primaria, el quinto grado, pero aquí no cae chamba” contó Fermín, frente a su casa de Xocotla. “Llegué al metro Hidalgo en el centro de la Ciudad de México y desde aquí ya te dicen a qué parte vas a trabajar. Yo me fui a la colonia Portales, trabajé en un edificio de seis niveles, era chalancito. Ahí estuve dos meses. No firmé ningún documento. Los patrones me vieron y dijeron a `ver si no hay problema y ya me metieron a chambear”.

Él y Benito se fueron juntos. Se los llevó uno de los hombres que cada semana buscan mano de obra en esa comunidad. A estos personajes les llaman “contratistas”, pero, en realidad, no ofrecen contratos formales.

José Luis Montalvo es uno de esos contratistas. Habitante de Xocotla, comenzó su carrera como chalancito en Ciudad de México hace 15 años. En ese período nunca recibió un contrato legal. Ahora se dedica a reclutar a otros albañiles para llevarlos a la capital.

Durante una tarde de domingo, desde una esquina de Xocotla, Montalvo contó: “Sí, se llevan a menores de edad y los llaman chalancitos. Ganan 1.400 pesos semanales (78 dólares). Se les hace una constancia de la empresa que no se hace responsable y se ponen a trabajar”.

Minutos después, el agente municipal, máxima autoridad de Xocotla, Carlos Martínez Ramos, reveló que suele recibir peticiones de firmas de padres de familia “para deslindar a las empresas de posibles accidentes de trabajo”.

El alcalde de Coscomatepec, Manuel Álvarez Sánchez, dijo a Ruta 35 que en su administración se calcula una circulación de 3.500 trabajadores de la construcción que viajan constantemente yendo y viniendo entre ese municipio y la Ciudad de México, y que la mayoría son de la comunidad de Xocotla. “La población que se va a la Ciudad de México está entre los 13 y 25 años”, añadió el funcionario, quien calcula que la mitad de ellos podría ser menor de 18 años.

Entre esos grupos de personas que salen cada semana desde distintos puntos de ese municipio serrano, van los menores de edad, sin control oficial, sin que el gobierno lo note y sin entrar siquiera en una estadística.

“Entre los líderes comunitarios hay una red de complicidades”, afirmó Hugo González Saavedra, diputado por el distrito XVIII, al que pertenece Coscomatepec, y quien reconoció el éxodo de jóvenes hacia la Ciudad de México. La cadena informal que los lleva a la capital incluye no solo reclutadores, sino unidades de transporte, espacios para brindar alojamiento y contactos en obras específicas.

Es un negocio irregular con un engranaje que aparentemente funciona bien para todos, pues el objetivo de obtener recursos se cumple. El precio que pagan los menores por exponerse a un trabajo y un entorno riesgosos, es lo que le roba la calma al pueblo.

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González Saavedra, al igual que el alcalde, dijo no tener responsabilidad en el problema ni herramientas para solucionarlo.

Las autoridades de Veracruz tienen las manos afuera y a las compañías constructoras les conviene la llegada de jóvenes –menores y mayores de edad- porque “saben que ellos vienen a trabajar de verdad y necesitan el trabajo”, según un contratista de la capital del país que habló con Ruta 35 bajo condición de anonimato.

El decreto de Xocotla

El 11 de junio de 2015, en Ginebra, Suiza, el secretario (ministro) del Trabajo de México, Alfonso Navarrete Prida se sentó en una mesa llamada “No al trabajo infantil, Sí a la educación de calidad”, junto al Premio Nobel de la Paz, Kailash Satyarthi. 

Dice el comunicado emitido por el gobierno ese día: “El futuro en materia de trabajo infantil depende de la eficacia de las acciones del presente por los niños que serán los protagonistas del México del mañana”, y siguió un fragmento de lo dicho por Navarrete ante la comunidad internacional:

“Vencer esta batalla significa devolverles el derecho básico de vivir plenamente la infancia y la adolescencia, periodos fundamentales para el desarrollo individual y para lograr su inserción plena en la sociedad”.

Un día después, fue publicado el decreto presidencial en México.

Los domingos en Xocotla, a miles de de kilómetros de Ginebra, Fermín, Benito y los demás chalancitos siguen con su tren de vida alejados de las palabras del secretario del Trabajo.  

Ése es un día cuando la gente suele despertar temprano porque están atentos a don Ricardo Alejo, quien recibe los anuncios de oferta de trabajo en su casa y los vocea con los tres altoparlantes que se levantan sobre el techo de su casa entre la fría neblina de la montaña.

“Se necesitan cuatro ayudantes. Contactar con….” fue una de las ofertas de trabajo que se difundió el domingo 22 de enero. Otros anuncios provenientes de contratistas corrieron de boca en boca o de celular en celular y antes del medio día las decisiones estaban tomadas. Sólo quedaba alistar el equipaje en una mochila y esperar a las camionetas de transporte rural. Aquí es donde comienza la salida en masa desde la sierra hasta la capital del país.

Consultada sobre el fenómeno, Alicia Athie, consultora sobre trabajo Infantil de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), afirmó que esa organización no ha recibido información específica sobre el caso, pero anticipó una hipótesis basada en su conocimiento general del tema: cree que los menores de edad son reclutados por intermediarios que los ponen al servicio de constructores grandes, que usualmente tienen buenas prácticas como empleadores. En el esquema que opera en Xocotla, sin embargo, no se observó la verificación rigurosa del personal reclutado por parte de las compañías beneficiadas.

En el pueblo hay unas 60 camionetas de transporte rural que los fines de semana se dedican sólo a llevar trabajadores desde sus casas hacia abajo de la montaña a una estación de gasolina donde esperan los autobuses que los llevan a la ciudad de México. A cada camioneta le caben 15 personas y hacen hasta dos viajes los domingos. Ni las camionetas ni los autobuses tiene permisos oficiales.

“Nos distribuimos todos en pirata” dice Montalvo, el “contratista” que lleva 15 años yendo y viniendo entre la Ciudad de México y Xocotla y que nunca ha firmado un sólo contrato laboral.

Un domingo nublado cuando comenzaba a oscurecer comenzaron a bajar las camionetas con chalancitos, chalanes, albañiles y contratistas por las curvas que sortean los acantilados del territorio montañozo donde está Xocotla. A sus espaldas se iba alejando el Pico de Orizaba, la cumbre más alta de México.

Algunos vehículos con capacidad para 12 pasajeros se enfilaban directo hacia la Ciudad de México. Mientras tanto, otros se dirigían a distintos puntos de las cercanías donde los esperaban autobuses listos para tomar la carretera.

En la explanada de una estación de gasolina, uno de los puntos de reunión, ya estaban siete autobuses listos con capacidad para 45 pasajeros cada uno e iban llegando más personas de otras comunidades de Coscomatepec. Lo mismo ocurría en otros puntos estratégicos donde se anuncian salidas hacia la capital mexicana.

A los choferes de esos vehículos que esperan a los cientos de trabajadores en la estación de gasolina no les gusta que le tomen fotos a sus vehículos ni al suceso del embarque de los “chalancitos”. Forman un grupo, se tapan el rostro y amenazan, pero poco a poco aceptan dialogar y permiten la presencia de los reporteros.

Su actividad no cumple con las regulaciones oficiales. “Los trabajadores son trasladados en líneas fuera de control y no estamos facultados para ordenar la piratería en el transporte público”, aseguró Álvarez. “A los autobuses les dicen los turismo de terror”, dijo el diputado González Saavedra, quién también se declaró incapaz de intervenir.

“Siempre fallan los carros. Luego se descomponen y algunos quieren arder. Se encierra el humo adentro”, contó Benito, con un recuerdo relacionado en su memoria: un accidente ocurrido el lunes 4 de julio de 2016, en la carretera hacia la Ciudad de Puebla, en las inmediaciones de la ciudad de México, en el que murieron seis personas.

Fue una mañana cuando 11 albañiles procedentes de Xocotla viajaban hacia sus lugares de trabajo y fueron embestidos por un tráiler de transporte de carga. Entre las víctimas, la mayoría parientes entre sí, hubo un chico llamado Alfredo Hernández, de 16 años.

Poner el transporte bajo la regulación del gobierno aumentaría el precio drásticamente cerca de 200 por ciento, lo cual sería un obstáculo para ir a trabajar. Esto afectaría la principal circulación de dinero en Xocotla. Los “autobuses del terror”, por lo tanto, son necesarios. La policía municipal vigila mientras los albañiles suben a los vehículos y no cuestionan a los dueños del negocio pero sí a algún extraño que registre los hechos.

Buscar testimonios directos de los menores de edad se torna complicado en el lugar. Los chicos saben que su situación supone la violación de leyes por parte de sus empleadores, no quieren que les vean hablar con extraños, ni arriesgar sus posiciones de trabajo, que constituyen la principal alternativa para tener dinero. La actividad es vista con buenos ojos en Xocotla porque se ha convertido en un motor para sacar al pueblo y sus habitantes de la pobreza.

Los lunes en Xocotla son silenciosos después de que se han marchado las camionetas y los autobuses. Los chicos volverán de visita en una, dos o tres semanas después de haberse internado en la metrópoli más grande y poblada del continente: Ciudad de México.

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