La inútil espera

  • Jafet R. Cortés

¿Te imaginas esperar entre 3 y 6 años para hacer algo?, esa es la realidad de millones de personas, que en vez de participar en sus comunidades, regiones, Estados y países, resbalan hacia la abismal, repetitiva, interminable e inútil espera.

Lisiados por acuerdo propio, inutilizan cualquier posibilidad de moverse; pierden la capacidad hablar; depositan esas responsabilidades en alguien más, pretextando que “para eso ya votaron”, o que “eso ya no me toca”.

El voto se ha convertido en un paliativo ante la evidente y corrosiva ausencia de participación ciudadana activa; se ha vuelto parte de la condena que pagamos por el carente sentido de responsabilidad social.

Al final, las cuentas indican que, ni siquiera podría decirse que votar, resulta un ejercicio de participación ciudadana efectivo, ya que la gran mayoría que puede, no lo hace, abriendo la posibilidad para que pequeños grupos que sí votan o llevan a votar, dominen las elecciones y les alcancen los números para decidir holgadamente quién ocupará el cargo público.

Cuánto años hemos pasado pasmados, sumidos en la espera; contándonos esta historia de que ya con el siguiente que llegue pasará algo diferente; dejándole toda nuestra responsabilidad a alguien más. Mientras dilapidamos el tiempo, los problemas permanecen, y la vida cada vez se hace más difícil.

MENOS ES PEOR

Nos hemos acostumbrado a participar cuando le precisa a los poderosos legitimar sus decisiones desde el poder; aceptamos sus condiciones y dejamos que nos guíen hacia donde quieren, inmutables, sin cuestionar ni investigar al respecto; sólo levantamos la cara cuando les conviene a ellos. Después, continuamos nuestro viaje, expectantes desde la indiferencia o la sumisión, rezando que en su camino no nos aplasten.

Lo anterior refleja un resultado. Mientras menos participación activa, habrá menos posibilidad de formar algo positivo. Desde el discurso, se ha promovido la participación de manera artificial, estructurando Comités y otro tipo de órganos ciudadanos, que la mayoría de las veces, en lugar de ser espacios para la supervisión de acciones, programas y presupuestos, se convierten en cascarones vacíos, comparsas aplaudidoras, integrados por observadores de cartón y auditores de papel.

Es verdad que existe un interés genuino por parte de ciertos sectores de la sociedad, que se debe tomar en cuenta, porque mientras más individuos con espíritu de comunidad participen en el diálogo público, mejores respuestas habrá para las problemáticas que se viven.

Mientras más activistas de los derechos humanos, periodistas, investigadores, académicos, docentes, feministas, ambientalistas, entre otros estén involucrados en las distintas causas sociales que existen, sin duda, decisiones más acertadas se podrán tomar desde el poder.

¿DÓNDE ESTÁN LAS SOLUCIONES?

El gobierno no siempre sabe cómo solucionar los problemas, y lo ha demostrado en múltiples ocasiones. Prometer no empobrece, y ahí se gesta gran parte de la mentira; desde los procesos electorales, donde todos los participantes buscan enamorar al electorado a toda costa, sin contar con un proyecto serio que les respalde.

El diálogo ciudadano, no es preguntarle todo el tiempo a la población qué hacer, cómo hacerlo y cuándo hacerlo, sino poner a la mano de la gente, información veraz, clara y transparente sobre la ejecución de acciones y programas de gobierno, y después de ello, si se considera necesario por su impacto, consultar.

A su vez, se tiene que contar forzosamente con mecanismos eficaces para la recepción de opiniones y denuncias sobre el ejercicio del gasto público, la prestación de servicios y la ejecución de obras. Debe buscarse el intercambio sano y justo con la ciudadanía, y no la subordinación vil o el espejismo absurdo, que únicamente justifique decisiones unilaterales tomadas desde el poder.

Las mejores respuestas vienen desde dentro, desde la vivencia de la gente que se ve afectada directamente; vienen de aquellos proyectos que se gestan desde ahí. Convergencia de ideas, es lo que hace falta; el diálogo guiado por la razón; y la utilización, sin pretexto alguno, de instrumentos capaces de medir de manera objetiva si se está llegando a los resultados esperados o se deben hacer adecuaciones.

No es apostar por una participación desbocada, sin información, sino una dirigida a mejorarlo todo; no es promover un diálogo cerrado o unidireccional, sino buscar que éste circule en espiral, que siempre ascienda, que no se estanque, que fluya.

Es cierto que no todos los gobiernos escuchan, que no todos son ejemplo a seguir en apertura, transparencia e ideas innovadoras, pero también lo es que en muchas ocasiones, eso es consecuencia de que la sociedad tolera demasiado. Estamos tan acostumbrados a los malos gobiernos que al menor esfuerzo, los malos se convierten en ejemplos a seguir. Premio a la mediocridad.

El trabajo de los encargados de la gestión pública es hacer lo que les toca, y el de la ciudadanía, de no darles cuartel. Sí, participar en la generación de ideas, en la realización de acciones, en hacer lo que nos toca en nuestros entornos, pero también, no dar cuartel en la auditoría, la supervisión crítica del "qué", del "cómo", del "cuándo"; de "quién se beneficiará", de "cuánto recibirá", y del "por qué nos están diciendo que esa es la mejor opción".