Las expectativas matan

  • Jafet R. Cortés

En ese momento me encontraba ahí, hinchado de ilusiones que me hacían sonreír casi todo el tiempo. Una sensación muy parecida al enamoramiento me tomaba por el cuello, y evitar que se hiciera del control, cada vez era más difícil.

Entre lo que quería que pasara y lo que pasó, había un abismo de distancia, mismo por el que caí al momento de recibir de primera mano la noticia. Claramente, no era lo que esperaba, y sin darme cuenta, entre todo el revoloteo de ideas que carcomen, sueños rotos y cuchilladas por la espalda, había pisado nuevamente el terreno de la zona de fantasía. Sentí que moría.

Aunque no lo veamos o no lo queramos aceptar, la tendencia es siempre generar expectativas sobre la vida y sus múltiples contextos. Todo el tiempo estamos esperando algo cuando visitamos un lugar, consumimos alguna bebida o alimento; vemos películas de estreno o leemos libros; cuando tenemos citas, emprendemos proyectos o nos relacionamos con la gente; entre otro millar de posibilidades.

El problema llega tras el choque –en ocasiones meteórico- entre dos preguntas: ¿cuánto esperamos?, y ¿qué es lo que tenemos?, que en sí, son nuestras expectativas contrastadas con la realidad.

Hay –mínimo- tres resultados posibles del ejercicio anterior: Que coincida lo que esperábamos con la realidad; que no coincida porque la realidad de manera positiva supere lo que esperábamos; o que la realidad no nos llene y terminemos decepcionados.

Las expectativas deben de venir de algún lugar -no pueden solamente aparecer de la nada-, en sí, las vamos creando de alguna forma. La gran mayoría son creadas desde la experiencia propia, moldes de lo que esperamos y lo que no; otra parte provienen de terceras personas, recomendaciones que compramos o palabras dichas al oído que nos terminan convenciendo; otras, peligrosas, provienen de la zona de fantasía.

Hablando de las relaciones amorosas, las expectativas juegan un papel importante, ya sea porque las tengamos tan altas –irreales- que se vuelvan imposibles de satisfacer; o que las tengamos tan bajas –precarias-, que aceptemos cualquier migaja de cariño.

En el segundo caso, nuestra idea de amor y cariño se ve contaminada entre patrones aprendidos, que nos hacen creer –erróneamente- que eso es lo único que merecemos, no más; quedamos a merced de la subordinación, moldeándonos para el otro, haciéndonos proclives a la dependencia.

En sí, las expectativas no son completamente malas, si las construimos desde la realidad de lo que esperamos, para no conformarnos con cualquier cosa. Cada vez somos más exigentes porque cada vez contamos con más experiencias que nos hacen serlo; cada vez confiamos menos en lo que dice la gente y más en lo que hacen, para no caer de nuevo en el juego tramposo de las expectativas; cada vez pedimos que nos hablen con más claridad acerca de lo que buscan de nosotros.

Dicen que la gente nos rompe el corazón, la realidad es que nosotros mismos nos lo rompemos a través de las expectativas que formamos. Difícil tarea, no crear expectativas mientras nos relacionamos con las demás personas; difícil evitar la formación de expectativas sobre lo que viene, sobre nuestros anhelos más profundos; difícil no esperar que los otros hagan lo que nosotros hacemos.

Esos momentos de crisis deben servir para hacer una pausa y reflexionar sobre el origen de nuestras expectativas; para hacernos cargo de ellas; aceptar que no tenemos el control de muchas cosas y soltar todo lo que no nos corresponde cargar, lo que deviene de otros y sus acciones, ejecutadas bajo el contexto en el que aprendieron a vivir.

La desilusión es una consecuencia natural de la generación de expectativas y las expectativas están conectadas de manera directa a la esperanza que tenemos de conseguir algo que creemos posible. Sólo queda aprender a gestionar las expectativas que tenemos, tomando como piso la realidad; aunque eso no signifique de ninguna forma una garantía, que nos salve de que aparezca una que otra decepción o gloriosa sorpresa de vez en cuando.