El fin de la democracia

  • Ignacio Morales Lechuga
El peso de la partidocracia corrompió la conformación del árbitro y organizador de las elecciones

Las recientes decisiones adoptadas por el árbitro electoral del país, el ahora Instituto Nacional Electoral (INE) y por quien lleva a cabo el control de su legalidad, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, al validar la recolección de firmas de dos supuestos candidatos independientes, Margarita Zavala y Jaime Rodríguez El Bronco, han desnudado la enorme fragilidad de las instituciones democráticas de nuestro país.

Para empezar, haber legitimado a dichos personajes, a pesar de las ilegalidades (trampas) que caracterizaron su actuar (gastos de campaña desproporcionados y financiamiento privado de dudoso origen) y de la deshonestidad que distinguió su recolección de firmas (compra del padrón electoral, incluso denunciada anticipadamente por otro candidato independiente, Pedro Ferriz de Con, al que la prensa extrañamente ignoró), ha permitido que ambos ingresen, ante la sorpresa de todos, a la contienda por la Presidencia de la República. Dicho en otras palabras: el ingreso de dos candidatos que son producto de la pública —y hasta aceptada por ellos mismos— ilegalidad y el cochupo. En efecto, el arquetípico resultado de instituciones que poseen la misma impronta.

Lo anterior, fuera de cualquier hiperbolización legaloide o purismo democráticos, viene a ser por demás negativo para la quasi democracia y el  pálido Estado de Derecho, dejando en evidencia que nuestra “democracia” hace agua por todas partes y que en nuestro país con lo que se cuenta es con un pujante Derecho de Estado.

Una explicación de tan ominoso acontecimiento puede hallarse en el modo y manera en que funciona la representación política del sistema mexicano, mismo que ha dejado, literalmente, que los partidos políticos se apoderen de las instituciones democráticas, desplazando de forma grosera la participación ciudadana, que no pasa o se opone a dichos partidos. Esta deformación fue estudiada con rigor por uno de los politólogos más importantes del siglo pasado, Robert A. Dahl.

Para empezar, Dahl pensaba que las democracias modernas, en lo que hace a la participación de los ciudadanos en ellas, podían medirse en función del carácter predominante de uno u otros actores, a saber, los partidos políticos y la ciudadanía.  Hay regímenes democráticos, pensaba Dahl, cuyo peso y fortaleza en los partidos políticos o, de forma contraria, en la participación ciudadana, se contraponen. Evidentemente el justo medio pareciera la forma más adecuada de representación.

En México, el desequilibrio sólo permitía la participación en la vida política a los institutos políticos (hegemonía cerrada), fue atenuándose con figuras como las candidaturas independientes.

Evidentemente, el poder de la participación ciudadana requiere de otros instrumentos, como la conformación de órganos ciudadanos que vigilen el desempeño de las autoridades, como el plebiscito, el referéndum y las acciones colectivas. Algunas de las cuales son ya reconocidas, a duras penas y de forma sui generis, por la legislación mexicana.

Desafortunadamente en México, dado el monopolio de los partidos políticos en la elaboración de las leyes, que favorecen la poliarquía, están plagados de requisitos formales, de candados quasi imposibles de salvar que dificultan, en grado sumo, su concreción en la realidad. El ejemplo más palpable fue la complicadísima recolección de miles de firmas. Lo anterior, evidentemente, no justifica las trampas en que para lograr tales firmas, incurrieron los candidatos independientes.

Para colmo, el peso de la partidocracia mexicana ha corrompido la conformación del árbitro y organizador de las elecciones. Ese cuerpo colegiado ciudadano fue convertido en un monstruo irreconocible, deformado a capricho de los partidos políticos sin más propósito que su exclusivo beneficio. Instituto que, para colmo, borró de un plumazo la representatividad de ciudadanos oriundos de las entidades federativas en sus órganos electorales estatales, bajo la excusa de librarlos de la órbita de influencia de los virreyes locales; perdón, los gobernadores de los estados.

Amén de lo anterior, la crítica de los académicos doliéndose de que la conformación del Tribunal Electoral del Poder Judicial había sido reducido a un vil reparto de cuotas, acordado mafiosamente por los partidos políticos

Ese desastre quedó concretado con la validación de los recursos legales interpuestos por el famoso Bronco ante dicho órgano judicial, las trampas en que el gobernador con licencia de Nuevo León incurrió. La sentencia es una burda maniobra de los partidos políticos para restarle votos, eso se cree, al puntero en la contienda. Así como la validación por el INE de la candidatura de la señora Zavala, más allá de cualquier viso de posible legalidad, está asentado en el objetivo, exclusivamente político, de quitarle votos al número dos de la contienda presidencial.

Dahl tenía razón: cuando la participación política, la representación y la verdadera oposición no son el resultado del equilibrio entre institutos políticos y participación ciudadana independiente, la partidocracia incuba el virus del desencanto por la democracia. Desencanto por una democracia cuyas instituciones no fueron capaces de responder a las preferencias y expectativas ciudadanas, instituciones carentes de representación y oposición legítimas, cuyo rotundo fracaso terminará llevando al poder, qué ironía, a quienes en su mensaje y proyecto político terminarán por germinar el virus que la partidocracia incubó: el del fin de la democracia.

Notario público. Ex procurador general de la República