¿Por qué tanto odio?

  • Silvia Susana Jácome G.

En la década de los sesenta, del siglo pasado, se aprobó en la mayoría de los estados de la Unión Americana una ley que permitía el matrimonio entre hombres afrodescendientes y mujeres blancas. Grupos conservadores, como el Ku Klux Klan, reaccionaron de forma virulenta y en una de sus marchas podían leerse leyendas que decían: “El matrimonio interracial es una violación a la ley de Dios y una estratagema comunista para debilitar a América.”

Medio siglo después, en Veracruz, y en muchos otros estados de la república mexicana, fuimos testigos de numerosas marchas organizadas por la iglesia católica en donde se expresaron con verdadero furor en contra de los matrimonios homosexuales que, dijeron, atentan contra la dignidad del matrimonio y ponen en riesgo la existencia de la familia.

Fueron tres consignas básicamente las que manejaron los organizadores de las marchas: el derecho a la vida desde el momento de la concepción, la defensa de la familia, y el matrimonio formado por un hombre y una mujer.

En el ámbito de las libertades, todos los grupos tienen el derecho de expresarse y poner en la agenda política sus demandas. Empero, en este caso no podemos soslayar ciertas peculiaridades que, en todo caso, permitirían cuestionar la validez de semejantes acciones.

Primero, el hecho de que las marchas fueran organizadas por la iglesia católica y encabezadas por sus jerarcas, en contradicción con el artículo 130 Constitucional que menciona que los ministros de culto “no podrán en reunión pública, en actos de culto, de propaganda, ni en publicaciones religiosas, oponerse a la leyes del País o a sus instituciones”.

Se ha dicho, también, que mi derecho termina en donde empieza el derecho de los demás. En ese contexto, ¿tienen derecho estas personas de manifestarse para pedir que se les quite a las personas homosexuales el derecho a unirse en matrimonio y que recientemente avaló la Suprema Corte de Justicia de la Nación?

Hay que decir, también, que sus planteamientos están cargados de mentiras y falacias. Se amparan en el respeto al derecho a la vida del no nacido para criminalizar a las mujeres que deciden abortar. Desde su óptica, un embrión de 11 o 12 semanas podrá ser un ser humano, pero la ciencia no avala semejante postura. En ese momento del desarrollo, el embrión no cuenta con elementos que pudieran darle la categoría de persona. Omiten, además, que la penalización del aborto pone en riesgo la vida de las mujeres que al recurrir a esta práctica tienen que hacerlo en la clandestinidad, las más de las veces en condiciones de insalubridad y con sujetos que ni siquiera cuentan con la preparación necesaria. Organizaciones de la sociedad civil han señalado que entre 1999 y 2004 –previo a la aprobación de la Interrupción Legal del Embarazo (ILE) en la Ciudad de México- los abortos mal practicados fueron la tercera causa de muerte materna; pero esas vidas parecen no importarle a quienes marcharon bajo el lema de “Sí a la vida”.

Marcharon, también, por la familia y por el matrimonio entre un hombre y una mujer, dando a entender que tanto la familia como los matrimonios entre hombre y mujer estuvieran en riesgo, lo cual es una falacia.

Lo que hay que tener en claro es que no hay un solo modelo de familia. Las familias compuestas por una madre y sus hijxs; o por un padre y sus hijxs; o por dos madres y sus hijxs; o por dos padres y sus hijxs; o por dos hombres; o por dos mujeres, son tan válidas como la compuesta por un hombre, una mujer, hijos e hijas. Y de ninguna manera podemos estar de acuerdo en que las madres solteras constituyan una plaga –o una epidemia- como recientemente señaló el arzobispo de Xalapa. Si estos grupos pretenden limitar la familia al modelo tradicional de papá, mamá, hijas e hijos, tendrían que empezar por cuestionar a la llamada “Sagrada Familia”, compuesta por un hombre anciano (San José), una adolescente (la Virgen María) y un hijo (Jesucristo) que no es hijo del esposo de su madre.

Y la defensa del matrimonio entre hombre y mujer también resulta ociosa. Nadie ha pretendido abolir el matrimonio heterosexual, los hombres que así lo deseen podrán seguirse casando con las mujeres, y viceversa. ¿O acaso piensan que todos los hombres se van a casar con un hombre en cuanto la ley se los permita?

He de confesar que en mi niñez, adolescencia y parte de mi juventud crecí educada bajo la moral de la iglesia católica; y si algo me gustaba era el mensaje de Jesús pleno de amor, de libertad y de gozo por la vida. Tres frases que aparecen en los Evangelios así lo demuestran: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, “La verdad os hará libres” y “He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia”.

¿Es así como estos hombres y mujeres entienden el amor al prójimo?, ¿promoviendo el odio y la descalificación por el solo hecho de ser homosexual? ¿Es privando de la libertad de decidir sobre el propio cuerpo y sobre la elección de pareja como entienden la frase evangélica? ¿Es obligando a un hombre o a una mujer homosexual a renunciar a su legítima aspiración de formar una pareja y, eventualmente, una familia, como entienden la vida en abundancia?

Los postulados de la marcha del pasado fin de semana contravienen de manera evidente el mensaje amoroso de Jesús. ¿Por qué, entonces, promueven tanto odio? Confieso que no lo sé a ciencia cierta, pero me parece tener algunos indicios.

Uno de ellos tiene que ver con el poder que históricamente la iglesia católica ha ejercido sobre su grey. Un poder emanado de la culpa y del control de los cuerpos. Ahora que la cultura de los derechos humanos empieza a cuestionar muchos de estos dogmas –y que en un Estado laico ya no tienen cabida- la iglesia mira con preocupación que empieza a perder poder; recurre, entonces, a la manipulación masiva para tratar de impedir el avance de los derechos humanos.

Es inevitable, también, pensar en las declaraciones que el papa Francisco ha emitido al respecto, como aquella de “¿quién soy yo para juzgar a los gays?”. ¿Por qué sí lo hacen –y con un enorme odio- los jerarcas menores, como arzobispos, obispos y sacerdotes? ¿Será porque se oponen a la flexibilización que propone El Vaticano? O, más bien, ¿será la vieja historia del policía bueno y del policía malo?, ¿es decir, un Papa que se presenta como progresista pero que permite –y acaso ordena o sugiere- que los obispos y sacerdotes hagan el trabajo sucio y golpeen los derechos humanos de mujeres, gays, lesbianas y transexuales?

Más allá del llamado al odio por parte de la jerarquía católica, semejantes manifestaciones de intolerancia únicamente promueven la polarización de las posturas, cosa que en las actuales circunstancias resulta preocupante.

Sería bueno que las y los católicos recordaran que en tiempos de Plutarco Elías Calles hubo restricciones a las manifestaciones religiosas de carácter público, lo que provocó, entre otras cosas, la llamada Guerra Cristera que dividió a las familias y generó odios y violencia. Y ya entrados en el tema de la historia, que recordaran, también, la persecución que en los primeros siglos de nuestra era sufrieron los cristianos y que los llevó, incluso, a morir en los coliseos romanos.

Esa misma falta de libertades que desembocó en la Cristiada, y esa misma persecución de los primeros cristianos es lo que ahora pretenden revivir los jerarcas católicos en distintas partes del país. El horno no está para bollos. Las y los seguidores del mensaje amoroso de Jesús tendrían que ser los primeros en proclamar el amor y no en generar odios y linchamientos más propios de organizaciones fascistas –como el Ku Klux Klan- que de religiones inspiradas en el amor. ([email protected])