Por menos de lo que ha ocurrido en Apatzingán, Tlatlaya y Ayotzinapa, donde se ha documentado la participación de fuerzas del Estado Mexicano en asesinatos a mansalva de civiles desarmados o en posición de rendición, cualquier presidente de un país verdaderamente democrático y respetuoso de los derechos humanos habría renunciado a su cargo.
Pero en México, los responsables de estos posibles crímenes de lesa humanidad no sólo no renuncian, sino que son premiados por un sistema acostumbrado a fincar su supervivencia en la evasión de sus responsabilidades.
Al cubrir los crímenes de sus líderes políticos, de sus funcionarios, de sus policías, el sistema político mexicano se cubre a sí mismo, ya que sus bases están cimentadas en un mal endémico, cultural y al parecer imposible de erradicar: la impunidad.
Es insólito que al ex comisionado de Seguridad en el estado de Michoacán, Alfredo Castillo, quien dejó hecho un desastre ese estado y es señalado de haber mentido acerca de los hechos en Apatzingán del pasado 6 de enero, en los que policías federales habrían acribillado sin piedad a civiles desarmados, se le haya premiado con un nuevo cargo público dentro de la administración federal: la Comisión Nacional del Deporte y Cultura Física.
El cinismo con el que se conduce el régimen es del magnitud, que ante señalamientos como éste, ampliamente documentados y de cuyas pruebas se tenían indicios desde el mismo 6 de enero (las fotografías de la familia abrazada tras ser acribillada circularon en redes sociales desde entonces), se conteste con un escueto “se investigarán los hechos”. O lo que es lo mismo, y como ha sucedido con otros casos similares, no se pretende hacer nada.
La cuota de sangre del gobierno mexicano cobrada a los habitantes de este país, iniciada desde el sexenio de Felipe Calderón, se hace cada vez más grande en el de Enrique Peña Nieto, aunque con un elemento ominoso adicional: el autoritarismo, que va más allá de los daños colaterales para insertarse en una escalada de violencia institucional que extiende el horror por todos los rincones de México.
Porque lo mismo en Michoacán que en Guerrero, Sinaloa, Tamaulipas o Veracruz, la violencia homicida no cesa. El dolor crece. Y la justicia jamás llega.
El Gobierno Federal presume que ha bajado el índice de inseguridad, y a ese coro se unen los gobernadores, los alcaldes, que han sido incapaces o cómplices de que los delincuentes se apoderen de municipios, de negocios, de vidas humanas. Y si se protesta, si se exige, todo el peso del Estado cae sobre quienes se salen del redil. No importa el partido que gobierne. La corrupción, la impunidad, la injusticia, son las mismas.
¿Alcanzará con el “juicio de la historia” para que quienes han sumido a México en esta debacle paguen por lo que dejaron, permitieron y hasta hicieron ellos mismos?
No. No basta. Tienen las manos manchadas, cubiertas de sangre. Y lo peor es que a muy pocos parece realmente importarles.
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Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP). Inició su carrera en el periodismo como reportero gráfico en el Diario “Cambio”, en 1995, en la ciudad de Puebla, siendo aún estudiante.
Fue Subdirector fundador de Diario “AZ Veracruz” y Subdirector de Información en Diario “AZ Xalapa”.
Entre 2005 y 2006 participa en el proyecto periodístico colectivo “Horas Extra”, el primer periódico gratuito que se publicó en el estado de Veracruz, y del cual fue uno de los fundadores e integrante del Consejo de Redacción.
De 2006 a 2014 fue Director Editorial de Grupo Líder, que edita la revista Líder en los estados de Veracruz y Puebla.
Actualmente es colaborador de la revista etcétera, del noticiario radiofónico “Infórmese” de EXA FM en la ciudad de Matamoros, Tamaulipas, y autor de la columna “Rúbrica”, que se publica en diferentes medios de comunicación, impresos y digitales.