Siempre la misma historia

  • Jafet R. Cortés

Después de la catarsis ocurrida con la Selección Nacional mexicana de fútbol, ya con la cabeza bien fría, con la ilusión ahogada, y la esperanza escondida en algún rincón del pecho, puedo hablar acerca del fracaso mundialista. 

No me refiero al fracaso ocurrido en Corea-Japón 2002, cuando el Tri fue derrotado por una paupérrima selección de Estados Unidos, dos a cero; ni al de Alemania 2006, cuando una mala marca defensiva permitió que en manos de Maxi Rodríguez, Argentina se fuera arriba dos a uno, a unos minutos de finalizar el primer tiempo extra. 

Tampoco me refiero a Sudáfrica 2010 y al aplastante tres a uno favor de Argentina; ni al famoso incidente del “no era penal” en Brasil 2014, producto de una defensa que consintió todo el partido al delantero de Países Bajos, Arjen Robben, permitiéndole tirarse un clavado en el área chica que terminó comiéndose el árbitro; ni hablo del fracaso en Rusia 2018, cuando después de haberle ganado al campeón Alemania y a Corea del Sur, se perdió tres a cero contra Suecia, resultado que llevó a jugar los octavos de final contra Brasil, que ganó caminando. 

Hoy no toca hablar de todos esos fracasos, sino del más reciente, ese que se gestó en Qatar 2022, cuando la Selección no pudo ni siquiera llegar a los octavos de final. Pese a que los ánimos no estaban tan altos como en otros mundiales, el Tri despertó lo que cada cuatro años despierta, aquella unión nacional y ese deseo esperanzador por trascender.  

Después de aquel gozo envalentonado por haberle jugado mejor a Polonia y de la milagrosa atajada de Guillermo Ochoa; después de haber aguantado con uñas y dientes el apabullante ataque argentino en el segundo partido, y lastimosamente perder; México llegó a un tercer partido con las esperanzas rejuvenecidas y la calculadora en la mano, orando por un marcador que le llevara a pasar mediocremente a la siguiente fase. Al final coreamos la misma historia de siempre, esa que ya nos sabemos hasta el cansancio, pero supo más amarga porque culminó antes de lo que habíamos esperado. 

Las sedes cambian, pero la historia de México en las justas mundialistas se repite; una historia cíclica en espiral que va repitiéndose con distintos rostros; entre jugadores, entrenadores y directivos. Todos buscan un culpable, que encuentran habitualmente en el Director Técnico; el perfecto chivo expiatorio que les permita justificar los malos resultados, seguir saboreando las mieles del jugoso negocio del fútbol, y complacer a la enardecida afición que después de un tiempo, vuelve a consumir -ciega y complaciente- todo lo que le pongan enfrente. Cambiar todo para que todo siga igual. 

 

YA MERITO 

La afición mexicana ha vivido del “ya merito”, del “jugamos como nunca”, también del “perdimos como siempre”. Ensimismada en la búsqueda de aquella esperanza que eclipse -siquiera 90 minutos, más tiempo agregado- la cruel y despiadada realidad que constantemente embate y devora al país. La afición sigue presa de sus anhelos, y de la falsa virtud de ser “incondicionales”. 

Los verdaderos amos que mueven los hilos de la Selección han mezclado muy bien los colores de la bandera, la tinta de aquel nacionalismo a ultranza. Han materializado la idea de que el equipo es de todos, pese a que siempre ha sido sólo de unos cuantos. 

Deambulando por la autocrítica se puede vislumbrar una responsabilidad compartida, sobre la ilusión de trascendencia que no se ha podido materializar en la realidad, salvo en aquellos casos de selecciones juveniles, y aquella Copa Confederaciones de 1999, que se salen de toda métrica.  

 

IMPROVISACIÓN PERPETUA 

Toda manifestación humana refleja en cierta parte la realidad, y el fútbol no es la excepción, mostrándonos una proyección clara de lo que vivimos en México. Como ejemplo de ello, encontramos en este deporte uno de los peores males del país, la nula planeación a futuro; sin estructurar programas, atender causas, revisar acciones y trazar objetivos, muy difícilmente se puede lograr un cambio. Vivimos bajo el yugo de la constante y perpetua improvisación, que nos lleva cada cuatro años -o menos- a empezar de cero. 

Sí, el fútbol es un negocio muy lucrativo; sí, existe corrupción en todos los niveles, que empieza y termina en la FIFA; sí, México hoy en día no tiene el nivel deportivo para ganar una Copa del Mundo; sí, le exigimos más a un futbolista y a un Director Técnico que a un político; y sí, el fútbol es el tema más importante de los menos importantes sobre la mesa.  

Todo lo anterior es verdad, como lo es el hecho de que el fútbol es algo muy distinto al negocio del fútbol. Un deporte que significa más de lo que dictan quienes no han vivido la pasión que genera; si no la han sentido. 

No son sólo veintidós personas corriendo tras una pelota, el fútbol ha convertido desde hace tiempo en un sueño para muchos, en aquel anhelo de volverse nuevamente niños; de despertar esa alegría y esa tristeza que es puramente humana; una representación de la vida misma, y de esa cara de la moneda que sirve como aliciente para seguir. 

UNA HERIDA DIFÍCIL DE SANAR 

Después de lo ocurrido en Qatar la afición mexicana se encuentra herida, sumamente decepcionada, más que otras veces; y la Selección, pese a estar clasificada directamente para el mundial en 2026, que se celebrará prácticamente en casa -Estados Unidos, Canadá y México-, carga a cuestas la pérdida de credibilidad como institución, que, pese a lo difícil de una reconciliación, esta llegará invariablemente dentro de cuatro años, cuando otra vez ruede el balón, México cante el himno nacional, y, si no hay la intención de cambiar realmente el esquema -planificar a futuro, volver más competitiva la liga y deshacer los monopolios deportivos-, quizás, la misma historia se repita.

 

ch