Cuando fuimos niños

  • Jafet R. Cortés

Han pasado tantos años desde que éramos niños, con todo lo que implica serlo, tratando de entender la realidad desde nuestra inocencia, buscando resolver la complicada tarea que implica interactuar con adultos.

De un momento a otro, olvidamos lo que se siente soñar, los beneficios creativos de jugar, de imaginar; dejamos a un lado la utilidad práctica de cuestionarlo todo y lo sorprendente que es redescubrir la vida con cada detalle.

Nos deshicimos de tanto para poder continuar, para no distraernos de lo que el dogma adulto dicta como fundamental. Un error común provocado por la insistencia de crecer a toda prisa, por esa sentencia de muerte que dicta nuestro futuro fracaso si seguimos por el camino de los sueños.

Del ayer, sólo mantuvimos la realidad. Abandonamos nuestros sueños, pero, ¿qué somos los humanos sin ellos?, sacos de carne, seres huecos, muñecos de cera que se derriten al contacto, autómatas encadenados a la paradoja de vivir para trabajar y trabajar para vivir.

El mundo adulto sanciona cruelmente a los soñadores, y premia a los adultos modelo, que son sensatos en su pensar y actúan con deshonestidad, que respetan las formas, trámites y procedimientos.

Al paso del tiempo, olvidamos con mayor facilidad la importancia de soñar. Ignoramos algo que los niños saben con naturalidad, son los sueños los que nos mantienen vivos, los que nos invitan a innovar saliéndonos del recuadro de lo “correcto”, los que buscan que lleguemos más allá de lo que nos alcanza únicamente con la realidad.

Mientras fuimos niños deseamos convertirnos en adultos, pero no en adultos ejemplares como describí anteriormente; otro tipo de adultos, una versión construida de nosotros mismos desde nuestra visión de infantes.

Luego crecimos en serio, y pasamos todas las etapas que una persona tiene que pasar para convertirse en adulto. La vida y la cruda realidad doblan hasta el niño más soñador, amoldándolo a su conveniencia; robándole sus ilusiones si las descuida, propinándole una bofetada antes de salir corriendo con todo, dejando a su paso responsabilidades y trabajo pendiente para asegurarse de no les sigan.

Algunos recuerdos del niño que fuimos, despiertan si nos esforzamos, hurgando un poco en la memoria, si dejamos que las luces tenues nos guíen hacia esas antorchas que permanecen encendidas todavía.

EN BLANCO Y NEGRO

Todos tenemos conclusiones de la realidad cuando fuimos niños. Recuerdo que mientras veía la televisión, en uno de los canales se transmitía una película antigua en blanco y negro, y me pregunté por qué todo lo viejo era así, sin color.

Al analizar lo anterior, el pequeño yo concluyó que antes la vida era en blanco y negro, hasta que se descubrió la manera de volverla a color, por eso todo lo que había sido documentado antes –fotos y videos- mantenían esas propiedades.

Desde esa óptica, estaba seguro que nuestros antepasados habían vivido una de las transiciones más importantes del mundo, desde el momento en que todo era dicromático, hasta que todo se volvió policromático, menos las pinturas con luz.

Esas teorías claramente no son comprendidas por los adultos, al contrario, imaginar de más está sancionado con medicación y camisas de fuerza, así que guardé mis conclusiones hasta ahora.

LABERINTOS CUADRICULADOS

En este momento busco entre reminiscencias aquella imagen de mi infancia, la veo y me devuelve la sonrisa un instante, después regresa la mirada a uno de sus trabajos cotidianos más arduos, la creación de laberintos.

Sí, antes creaba laberintos estilo Calabozos y Dragones, repletos de trampas, armas mágicas y rincones sin salida. Todo lo que necesitaba era un lapicero, un lápiz y hojas de papel cuadriculado.

Recuerdo que ponía a mis amigos y a cualquier persona que se dejara a jugarlos, ellos avanzaban en el laberinto –la hoja en blanco-, mientras el mapa completo se localizaba en una hoja debajo de esta.

Yo era la voz en off que anunciaba a los viajeros el destino fatídico de sus decisiones, si es que encontraban las armas para acabar con sus enemigos, las llaves para abrir las puertas, o se quedaban pasmados ante los terribles monstruos y trampas que acechaban el terreno de juego. Sólo tenían tres vidas y lo más gratificante era verles llegar al final antes que terminara el recreo.

Todos tenemos recuerdos que permanecen ahí, ocultos en la memoria, recuerdos de esa infancia que vuelve de vez en cuando y conmemora el grandioso poder de imaginar, los beneficios creativos de soñar, la utilidad práctica de cuestionarnos todo, lo sorprendente que es redescubrir la vida con cada detalle. Esa infancia nos recuerda algo que los niños saben con naturalidad, son los sueños los que nos mantienen vivos.

Tomando prestado un recurso de Antoine de Saint-Exupéry, creador de El Principito, esta columna la dedico al niño que alguna vez fui, al niño que alguna vez fuimos todos.

 

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