El fenómeno de la salvaje violencia que tiene a México al borde de una revuelta y del colapso social, no es nuevo, ni atribuible únicamente al actual régimen.

La descomposición de la convivencia entre los mexicanos tiene muchos años gestándose. Y para ser sinceros, la barbarie de los sucesos de Ayotzinapa ni siquiera es algo que ocurriese por vez primera en el México moderno. De Tamaulipas a Quintana Roo, de Veracruz a Jalisco, de Michoacán a Baja California, la violencia asesina de las bandas criminales que asuelan esos territorios de la República Mexicana se ha convertido una noticia recurrente, común.

Porque antes de Ayotzinapa en Guerrero estuvieron San Fernando, en Tamaulipas; o Tres Valles en Veracruz; antes ha habido masacres en Michoacán, en Durango, en Chihuahua, en Coahuila.

¿Quiénes son los responsables del horror que se vive en México? Por supuesto que los diferentes gobiernos, del orden federal, estatal y municipal, que a lo largo de varios años cedieron parcelas de poder a los criminales, ya fuera para mantener “la tranquilidad” al pactar con éstos, por miedo a sus amenazas, o por artera y repugnante complicidad.

Desde los tiempos en que los narcotraficantes adquirieron notoriedad mediática en el sexenio de Miguel de la Madrid hasta los “superestrellas” del gobierno de Felipe Calderón, a los delincuentes se les dejó hacer, se les permitió empoderarse, volverse señores feudales de horca, cuchillo y “cuernos de chivo”. La omisión del Estado en su deber de garantizar el cumplimiento de la ley, convirtiéndose en el primero en infringirla, ha tenido como consecuencia que la vida humana valga nada en México, pues los asesinos saben que se cubren con el mismo manto protector que la clase política: la impunidad.

Ni Vicente Fox, ni Felipe Calderón, ni Enrique Peña Nieto pueden eludir su responsabilidad en el actual estado de postración de la nación. Leonel Godoy, Zeferino Torreblanca, Ángel Aguirre, Tomás Yarrington, Fidel Herrera, Mario Villanueva, Estrada Cajigal y Javier Duarte llevarán por siempre sobre sus espaldas –hablar de conciencias sería darles demasiado crédito- la culpa por haber entregado sus estados a los narcotraficantes, a los secuestradores, a los homicidas.

Y lo peor es que ahora se espantan del descontento, de la ira y del dolor de una sociedad que ya no puede más. Llaman a pactos, piden serenidad, apuestan al olvido, a que los movimientos y las protestas se desgasten naturalmente o a fuerza de infiltrarlas y reventarlas. Se enojan por las críticas. Se dicen “cansados” de los regaños.

Lo que no parecen querer entender es que México también está cansado de sus corruptelas. De su infinita indolencia. De su incapacidad. De su colusión con los delincuentes.

Y sin embargo, la propia sociedad mexicana también debe, debemos, examinar nuestra propia responsabilidad por la podredumbre que amenaza con ahogarnos. Por permanecer impasibles ante los abusos mientras no nos afecten. Por vender nuestro voto. Por ser partícipes de la corrupción al realizar un trámite. Por inculcar a nuestros hijos el consumismo y la monetarización como único valor y camino para ser exitosos en la vida, al precio que sea y pasando por encima de quien sea.

Sí. Todos deberíamos asumir nuestra parte de responsabilidad en esta barbarie. Sólo así podremos, algún día, dejarla atrás.

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