El síndrome Javier Duarte
- Roberto Rock
Javier Duarte fue considerado en alguna ocasión, hace un lustro, ejemplo del “nuevo PRI” que había regresado a la Presidencia de la República en 2012, a tambor batiente y de la mano de Enrique Peña Nieto.
El propio mandatario federal enlistó a Duarte entre las jóvenes promesas que llegaban al poder, junto con Roberto Borge, en Quintana Roo, y César Duarte, en Chihuahua, a los que habría que agregar a Rodrigo Medina, en Nuevo León; Aristóteles Sandoval, en Jalisco, y ahora más notablemente a Roberto Sandoval, en Nayarit, cuyo fiscal en funciones encara en Estados Unidos acusaciones de narcotráfico.
En todos los casos se sabe ya que esa generación de gobernantes estatales resultó fallida, por decirlo con palabras suaves. Varios de sus integrantes han pisado la cárcel o están en vías de hacerlo. Otros se hallan prófugos de la justicia. Su gestión ha traído emparejado el desplome del PRI en las simpatías ciudadanas, no en un grado de rechazo simple, sino de hondo repudio.
En todas las historias, el perfil de estos jóvenes gobernadores corresponde a personajes improvisados, profundamente frívolos, que llegaron al cargo con escasas credenciales políticas, simples ahijados de sus antecesores, o de otros padrinos políticos, como César Duarte, que tiene como tal a Emilio Gamboa, líder priísta en el Senado.
A estos mandatarios, portadores de lo que ahora podríamos llamar el “síndrome Javier Duarte” –por ser uno de sus productos más claros- los identificó también un desatado apetito por beneficiarse de su cargo. Confundieron el latrocinio con audacia política, la improvisación con genio personal, y acabaron creyendo que su destino era la grandeza. Pocas veces en la historia de México hubo tanta gente incompetente al frente de tantos estados, tan corrupta y tan convencida de que su sitio en la historia estaba garantizado.
El fenómeno de los gobernadores todopoderosos se empezó a expresar bajo los gobiernos del PAN en Los Pinos, primero con Vicente Fox y luego se ahondó con Felipe Calderón. Para consolidar ese poder fue creada la Conago, inicialmente con membresía exclusiva de priístas. El regreso del PRI a la Presidencia vació de contenido a la Conago, que de un sindicato de gobernadores evolucionó a un foro de banalidades, donde personajes impresentables creen que alguien los toma en serio. El ejemplo más degradado es su actual presidente, el perredista Graco Ramírez, de Morelos.
El problema se agudizó en 2006 porque para superar a Andrés Manuel López Obrador en las elecciones presidenciales, Calderón Hinojosa pactó con los mandatarios priístas. En los hechos, ese pacto entregó a los gobernadores -del PRI, pero también de otros partidos- el poder absoluto en sus respectivos estados.
Se crearon así poderes virtualmente absolutos, en el manejo de los presupuestos, en la creación de leyes, en el sometimiento de los órganos de contrapeso como el Congreso y los tribunales de justicia en las entidades; en la manipulación de la prensa regional. Cada gobernador se volvió en un Sancho Panza, en su propia República de Barataria.
Quizá nunca sabremos por qué este modelo perverso no fue modificado a la llegada de un priísta como nuevo presidente de la República. Es probable que Peña Nieto lo haya intentado, pero al final del día no pudo o no quiso evitar el convivir casi todo su sexenio con la peor generación de gobernadores priístas que haya conocido la historia moderna del país.
En política no existen las hipótesis en retrospectiva, pero se habría antojado lógico imaginar que Peña Nieto hubiera advertido a sus correligionarios gobernadores que la corrupción pública expulsaría de nuevo al PRI de Los Pinos, quizá ahora por mucho más que dos sexenios seguidos. Todos tenían todo por perder.
Lo que ocurrió en cambio fue una debacle electoral del PRI en las elecciones intermedias, especialmente el año pasado, donde la condena a la corrupción fue el motor del repudio de los electores en todas las entidades federativas en donde hubo alternancia. No sólo contra mandatarios priístas salientes sino también por ejemplo, contra el perredista Gabino Cué, en Oaxaca, o el panista Guillermo Padrés, en Sonora. En casos como Quintana Roo, Veracruz y Tamaulipas, el PRI perdió por vez primera en los casi 90 años de existencia de ese partido.
En este momento resulta difícil anticipar el impacto que tendrá en los votantes el encarcelamiento de Javier Duarte y las órdenes de aprehensión contra Roberto Borge, César Duarte y otros. Y tampoco qué harán los gobernadores aún en funciones al ver al veracruzano Duarte escoltado por policías guatemaltecos hacia un penal destinado para narcotraficantes.
El efecto se verá muy pronto en entidades como Veracruz, que en mes y medio acudirá nuevamente a las urnas, ahora para renovar las alcaldías de todo el estado. El gobierno del neopanista Miguel Ángel Yunes inició su gestión con indicios de que los candidatos que impulsara el PAN arrasarían, pero semana tras semana el panorama va imponiendo nuevos balances.
Es improbable que el PRI logre conquistar un número relevante de alcaldías veracruzanas, pues mantiene su caída libre, lo mismo que el PRD. Pero no es el mismo caso de Morena, que de acuerdo con diversas encuestas, se puede levantar con al menos la tercera parte de las posiciones en disputa, incluida la capital, Xalapa.
Habrá que esperar el breve lapso que nos separa de los comicios del próximo 6 de junio, pues a la luz de los resultados se orientará muy seguramente la estrategia del PRI y de la administración Peña Nieto hacia el 2018.
@OpinionLSR
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Egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Fue Subdirector Editorial de El Universal y Director Editorial General de El Gráfico y de El Universal. Actualmente, es vicepresidente de la Comisión Contra la Impunidad de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP).