Lo bueno de: la marcha en defensa de la familia

  • Alberto Delgado

Hace una semana, mientras cubría la Marcha en Defensa de la Familia, tuve la oportunidad de presenciar una historia que me pareció interesante, y ahora la voy a compartir con usted. Omitiremos los nombres, pero déjeme contarle:

Ella se empieza a incomodar. Se pregunta qué hace ahí mientras sigue escuchando los comentarios de todas las demás personas, en su mayoría señoras, acerca de la “familia natural”, de si los “gays” no deben adoptar, que si son un “error” en la educación que recibieron; alguien más pregunta si se pueden “aliviar” de esa “enfermedad. Ella escucha, y piensa. Decide no entrar a la plática, sólo camina en silencio en medio del contingente.

Sigue la marcha, avanzan por la avenida Xalapa, ven a un loco sentado en el camellón, parece que vive ahí. Parece que ríe, pero si uno ve con detenimiento, en realidad está llorando. De fondo, se escucha esa canción que canta Oscar Athié (flaco, cansado, ojeroso y sin ilusiones…) pero ahora convertida en un himno a la familia. Reconoce la canción, y le da un poco de risa la nueva letra. La incomodidad crece. Tal vez no fue tan buena idea aceptar la invitación de los dueños del negocio en que trabaja, que le pidieron que engrosara las filas de la Marcha en Defensa de la Familia. “Pero son buenas personas”, se repitió.

Además ella se sabe el discurso. Lo conoce muy bien. En su iglesia, que no es católica, comparten mucho de lo que se está diciendo en la marcha. De hecho, ella formó una familia de esas que la marcha está protegiendo. A los 24 estaba casada, con un hombre. Una familia ideal.  Piensa en su hijo. Tenía 5 años cuando ella supo que era gay. Una psicóloga le dijo que estaba loca, que los niños a esa edad no saben nada, que lo que decía era una estupidez. A los 12 años lo confirmó. Y sintió rechazo. Sus creencias le indicaban que eso estaba mal, que no podía ser verdad, que algo debió haber hecho, que estaba pagando algo; y su marido pensaba lo mismo. El niño, a los 13 años, empezó a sufrir de anorexia y bulimia. “Mis creencias le estaban costando la vida a mi hijo”. Su hogar se fracturó. Su esposo se fue de la ciudad y formó otra “familia natural”. Nunca dejó de rechazar al niño. Ella piensa ahora que su familia es diferente a la que van defendiendo. Se siente más incómoda.

Los que encabezan el contingente ya llegaron al centro. Empieza a escuchar rumores: “¡Hay unos gays protestando en Enríquez, están en medio de la calle, nos están provocando!” Empieza a caminar más rápido. Ve a una pareja de chicos con una pancarta en favor de los matrimonios igualitarios y observa cómo su contingente grita más fuerte. “¡Familia, familia!” con un volumen que le provoca taparse los oídos. Acelera el paso, y su corazón retumba, o no, tal vez es el reggaetón que suena a todo volumen, celebrando a “Mamá y Papá”. No se da cuenta en qué momento se separa del grupo. Mientras camina (o corre, no sabe) piensa en su hijo, recuerda cuando estuvo a punto de morir por sus desórdenes alimenticios, cuando tuvo que sacarlo de la escuela para vigilar todo el día que comiera, cuando dejó de hacer falta un padre que no estuvo, cuando le empezaron a doler los comentarios homofóbicos que ella misma le había dicho a su hijo. Cuando entendió lo difícil que es estar entre lo que uno cree y lo que ama. Cuando empezó a sentir también el rechazo de sus vecinos, cuando tuvo claro a quién tenía que defender.

No supo cuándo empezó a llorar. Su vista se empezó a nublar con las lágrimas acumuladas, pero sabía que estaba llegando a Enríquez. Limpió sus ojos para poder seguir caminando, y alcanzó a ver su hijo, en medio del contingente de la comunidad gay, gritando a media calle, con una pancarta que no alcanzó a ver bien, pero que decía #TodosSomosFamilia. Sintió una mirada que buscaba respuestas, que quería saber “¿Qué haces ahí?”. Sintió vergüenza. Vergüenza de que él recordara el rechazo, de que volviera a sentir ese dolor; sintió pena por toda la gente que gritaba alrededor. Hizo un recuento: Cuando ella salió a trabajar, el chico estaba en casa, se despidieron como se despiden cualquier día, sin sospechar ninguno que el otro iría a una marcha o algo similar. Ella pensó que estaba sintiendo vergüenza. No. Estaba sintiendo admiración por el muchacho. Admiró todo lo que tuvo que pasar, a todos los que se tuvo que enfrentar, incluyendo a su mamá, para tener la libertad de defender así su forma de ser. Sintió orgullo por ser familia de ese chico. Se preguntó cómo alguien tan pequeño puede tener tanta fuerza, cómo puede gritar más fuerte que los cientos que lo quieren callar. Pensó que había demasiado ruido. Ya iba corriendo. Abrazó a su hijo. Él le dijo que lo dejara protestar, que se estaba manifestando, que era lo correcto. Lo volvió a abrazar y se salió de la marcha, y, sin voltear hacia atrás, volvió a su trabajo.

Cuando yo le pregunté sobre las cosas que defiende la marcha, fue muy clara: “los heterosexuales debemos entender que no somos mejores. Los niños que están en los albergues, los orfanatos, las calles, son hijos de una mamá y un papá. Mi hijo es producto de una familia natural, es gay y está orgulloso de su forma de ser. Los heterosexuales, insisto, no somos mejores. Deberíamos entender que estamos fracasando. Que estamos haciendo las cosas mal (…) si mi hijo en algún momento decide formar una familia, debería poder hacerlo legalmente, gozando de la protección del estado. Yo estoy segura de sus valores, de la buena persona que es. Si decidiera adoptar a un niño lo educará bien, de una forma amorosa; deberíamos apoyarnos, deberíamos poder vivir en paz”. Nos leemos el próximo lunes.

 

Lo malo de: la marcha en defensa de la familia

Como ya habrá notado, estimado lector, la columna de hoy está ligeramente al revés. Pero el mundo está al revés, así que no se sorprenda. Definitivamente lo más malo de la Marcha en Defensa de la Familia era la música. Por eso, mi recomendación musical tiene que ver con lo último que me dijo mi entrevistada, a quien agradezco la confianza de haber hablado conmigo. Una gran canción de la leyenda chilena Víctor Jara, en la versión que hicieron los Bunkers.  El derecho de vivir en paz: Una rolota. Disfrute:

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